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martes, 25 de octubre de 2011

Memoria y violencia



Memoria y Violencia: la construcción de Paz y la Reconciliación Social en Nicaragua.

Msc. Guillermo Gómez Santibáñez
Director del Centro de Estudios Latinoamericanos y Caribeños (CIELAC)
Universidad Politécnica de Nicaragua



Abstrac 

Palabras Claves: Memoria, Colonización, Violencia, Cultura, Paz, Reconciliación


La historia de nuestra América, como la llamó José Martí, la podemos leer desde su reverso e interpretar como una continua lucha entre la colonización y descolonización, especialmente si el proyecto de la modernidad europea, quiso imponer su modelo civilizatorio bajo un patrón de dominación y un complejo entramado de poder diversificado. La nacionalidad indígena, multiétnica, se vio violentada en su ethos y negada en su dimensión ontológica, tanto como en su identidad cultural diferenciada. Así, la memoria historizada fue construyendo su anclaje y constituyéndose en memorias como procesos subjetivos y espacios de resistencia, de disputas, de conflictos y luchas para su emancipación. La violencia se erigió también en aliada y cómplice de una cultura hegemónica que se impuso como blanca, verdadera, lineal y única, subalternizando las culturas locales e invisibilizando sus especificidades en las tierras de conquista. La Cultura de Paz, como un nuevo paradigma de los procesos de transformación de conflicto y construcción de ciudadanía, nos pueden conducir a la Reconciliación Social, a fin que nuestros pueblos, históricamente atropellados en su soberanía y digniddad, puedan construir un horizonte nuevo donde puedan hacer las paces y reorientar su destino.
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¡Qué de sangre en mi memoria! En mi memoria hay lagunas. Ellas están cubiertas de cabezas de muertos, no están cubiertas de nenúfares.

(Aime Cesaires. Cuaderno de un retorno a mi país natal)

No hay caminos para la paz, la paz es el camino
                                                         Gandhi


La memoria y el horizonte ontológico

En Historia de las Indias, Fray Bartomé de las Casas, nos relata un episodio dramático cuando el jefe indígena Hatuey, luego de huir de los españoles y previendo su derrota en Cuba, pregunta a sus guerreros ¿Por qué creen que los españoles los mata, los tortura y los esclaviza? La respuesta de todos fue “porque son malvados”. No, corrige Hatuey: “Lo hacen porque adoran a un dios que reclama su absoluta obediencia. Voy a mostrarles quién es ese dios”, entonces descubre una pequeña cesta que contiene algunos utensilios de oro. “Ni sueñen en ocultarles ese oro, porque aunque se lo traguen, se los arrancarán de sus intestinos”.
Mientras los expedicionarios españoles iniciaban en el continente el proceso civilizatorio occidental, alrededor de este hecho se entretejían diversos eventos cruciales en Europa. Se sellan las fronteras con el mundo musulmán-Europa, derrotada en Constantinopla se atrinchera desde Viena en el este y rechaza a los moros de España a África; los portugueses doblan el cabo Buena  Esperanza y abren las rutas al tráfico de esclavos, los judíos son expulsados de España y se establecen en los Países Bajos. Este panorama nos revela el “nuevo orden mundial” que configura Europa en el  siglo XVI. Las Casas y Sepúlveda se dejan sentir en sus debates sobre los derechos de conquista; la conciliación de las leyes de India y los límites que estas imponen a la dominación y explotación dejando en evidencia su contradicción. Los colonos españoles saben bien lo que les corresponde hacer con respecto a las nuevas leyes; “se aceptan”, “pero no se cumplen”.
Quiero plantear aquí una premisa fundamental diciendo que hablar de cultura es situarla también como un lugar de la política y un lugar de la democracia. No puede haber cultura sin política, ni política sin cultura. De igual modo, no puede haber Cultura sino se democratizan sus modos de producción, su simbólica sus representaciones y su consumo.
Toda cultura es básicamente pluricultural, es decir, se constituye por el contacto de distintas comunidades de vida que aportan a sus modos de pensar, sentir y actuar. Es  sobre la base de estas experiencias culturales compartidas y asumidas que se produce el mestizaje. Las culturas no evolucionan de otro modo que no sea el contacto y encuentro con otras culturas. Nace así la noción de interculturalidad, la que supone una relación respetuosa entre culturas. La pluriculturalidad caracteriza una situación, en cambio, la interculturalidad describe una relación entre culturas. No hay interculturalidad sino hay una cultura común compartida. La interculturalidad no es simplemente cultural, sino también política porque presupone una cultura compartida y diversa dentro de la idea posmoderna de estados plurinacionales, donde se crean formas de convivencia intercultural de manera específica. América no sólo es contrastante en su geografía y climas, sino diversa en sus culturas. (de Sousa 2007:31-32)
Dentro de la cultura y su desarrollo han convivido formas de violencia que en sus procesos de aculturación implantada han generado respuestas violentas, haciendo de ésta un hábito, un procedimiento para resolver nuestros conflictos, tanto personales, sociales, como internacionales.
Una cuestión que nos ha acompañado desde el comienzo de nuestra historia iberoindígena es el asunto de nuestra memoria, ese estado de recuerdo y olvido. ese lugar de anamnesis y resistencia, que es necesario tener en consideración para no estar en un estado permanente de: “ni perdón ni olvido”.
La memoria tiene que ver con la manera en cómo nos pensamos a nosotros mismos y en cómo proyectamos nuestro pensar en la realidad que construimos. Por siglos hemos estado bajo una sombra maldita que nos convence permanentemente que no somos capaces de construir nuestro propio pensamiento social Latinoamericano. Esta manera de pensar  nos viene de alguna manera del complejo de blanco, de no sentirnos europeos, de no ser sociedades desarrolladas. Esta actitud maldita viene desde los tiempos coloniales porque formó parte del capitalismo colonial. Tenemos una tendencia casi natural de negar la historia de los pueblos y comunidades indígenas y los resucitamos para afirmar la tesis racista y enfatizar que son incapaces de contribuir con el progreso. Nuestra imagen de los pueblos indígenas es que son pueblos guerreros y crueles y bajo este mito, exaltamos la sociedad blanca, mestiza, ladina, occidental, masculina, colonial y los estados-nación del siglo XIX, para legitimar el proyecto civilizatorio de dominación y explotación. Esta legitimidad deviene de imponer un orden fundado en la civilización occidental, cuyos valores son las libertades individuales y el progreso científico-técnico. Esta es la manera en que explicamos el capitalismo colonial como un mal menor y que sirvió de base a la construcción de un edificio donde se montaron los valores de la civilización católica, apostólica y romana. (Roitman, 2008:15)
No hemos tenido la capacidad de construir historia, y nos resulta más fácil repetir y reproducir la de otros. Cada cierto tiempo nos apegamos a nuevos paradigmas que suelen reinterpretar nuestra historia y eso nos da placer. Nuestra memoria ha sufrido un corte traumático y sólo nos ha interesado la historia europea, la historia oficial. La protohistoria de Abya-Yala y el Tahuantinsuyo no nos entusiasma.
Nos interesa el liberalismo del siglo XIX, el keynesianismo y ahora la posmodernidad, la globalización y el liberalismo social. Por el lado de un pensamiento de izquierda nos hemos interesado por el socialismo y la revolución social, hemos copiado con copia borrosa los proceso del primer mundo, pero sin poder digerirlos bien y hasta casi no hemos tenido tiempo para separar el polvo de la paja. Hemos aprendido a leer a los clásicos griegos, alemanes, franceses y españoles. Hemos querido tener a un Lenin, a tener una Revolución Rusa, pero no sabemos casi nada del Mundo Indígena, de sus sabios, de sus tradiciones, de los hilos de continuidad y discontinuidad de su  memoria y la nuestra. Hablamos con cierta reserva de la Revolución Mexicana, la guerra hispano-cubana-norteamericana, la historia de las luchas de Sandino, de Morazán. Nuestros pensadores han sido silenciados por el carácter fermental de su pensamiento libertario: Bolívar, Sarmiento, Martí, Mariátegui, Allende, el Ché Guevara, Torrijos, Perón, Velasco, Fidel Castro, que cuando son referidos no han sido puesto en su verdadero contexto, ni vinculados con la realidad. (Roitman, 2008: 16)
 Esto tiene una explicación de fondo y tiene que ver con su dimensión ontológica. Desde una mirada moderna, América Latina ha batallado permanentemente entre la colonización y la descolonización, sobre todo si la vemos desde la perspectiva afrodescendiente e indígena. Nuestra memoria histórica y colectiva arrastra las sombras de nuestras luchas, de nuestros traumas, de nuestra resistencia social y política, que busca rememorar para resistir un pasado común y luego olvidar, o bien, recordar para poder construir sentimientos de autovaloración y afianzar así la confianza en sí mismo y en el grupo, destrabando y liberando los miedos, los fantasmas, los monstruos del dolor y de la tragedia de nuestra historia.
El hispánico conquistador estaba bien adiestrado para su lucha de cruzada e  invasión colonial contra el “infiel”, pero desconocía completamente el “salto histórico que eso representaba, porque en su imaginario social y cosmovisión eurocéntrica, el amerindio era un hombre inexistente.
En su horizonte intencional el hispánico tiene tres ámbitos en su visión de la historia universal: la Europa cristiana, el Medio Oriente en él África islámica y el lejano oriente con el Khan. América no es representada, está fuera de la comisión del peninsular. El propio habitante amerindio no tiene conciencia de la historia, ni el conquistador de su distancia. En cierta ocasión, Hernán Cortés, caminando cerca de unas ruinas antiguas, preguntó a unos indígenas mayas: ¿Quiénes hicieron estas cosas? Los indígenas respondieron: “ni nosotros ni nuestros padres”. La memoria ancestral no sabe registrar archivos históricos, datos específicos, porque no puede releer los documentos de sus ancestros, debido a que su memoria es oral y ritual, está liga al mito, y a su función primordial, sin conciencia de la historia. Los indígenas no tienen sentido de la historia lineal y progresiva, sino cíclica, prehistórica. Su temporalidad es ritual, primitiva, ahistórica. América invadida, está fuera de la historia, no existe dentro el reflejo de la conciencia humana, pero existe como conciencia de algo, pero no existe fuera del ser, ontológicamente es real. Tanto para el hispano como para el mismo mestizo, cuando no es posible entender el mundo del amerindio, este se nos presenta como incomprensible.
Hay un interesante texto de A. Caturelli que quiero citar:

“América tiene los caracteres de una cosa simplemente ahí, presente y nada más; no es más que eso, pura presencia, en bruto, ese ser en bruto que a muchos americanos no se ha revelado ni siquiera como una simple presencia, como un ser en bruto, que nada dice por que no le es patente… América no dice nada…América es originaria por cuanto se sitúa en el primer estrato del presencia del ser, o lo que es igual, en los orígenes previo a la fecundación por el espíritu en la antigüedad del presente no de-velado aún. Es una especie de pura physis, como la que sale de sí misma en el sentido heideggeriano del término, pues es el continente originario. América es originaria…es la América no descubierta todavía”.

América resulta desoladora para el hispánico porque la ve en bruto como un continente nuevo. Sin embargo Amerindia no es nueva por ser joven, ella se ha instalado en la prehistoria, es más antigua que los mismos españoles. El nuevo mundo es una categoría dentro de los mundos antiguos ya conocidos por lo tanto es nuevo dentro de su proximidad visual, no temporal.
Para Colón, tirar ancla en San Salvador, constituyó una objetivación toponímica hispano-cristiana, que quiso negar la tierra de Guanahanní, el “ser en bruto”  para implantar la cultura y civilización de Europa. Este es el punto de partida de toda nuestra historia Latinoamericana; la negación de nuestro ser, la superposición del hispánico sobre lo amerindio. América es una “barbarie” y como tal toda creación debe venir desde fuera de su núcleo.
Nuestra reconstrucción de la memoria, con sus rupturas, lagunas y olvidos, debe alcanzar el punto de conciliación  que permita tender un puente epistemológico y hermenéutico de las subjetividades, de la cosmovisión hispánica y amerindia para redimir el pasado en función del presente. Se trata negar la consistencia de un puro hispanismo, que haría de América sólo parte de la cultura peninsular o un puro indigenismo que en su afán de ruptura rompe violentamente con el pasado, en una especie  de “ni perdón ni olvido” Amerindia no es tanto un ser en bruto, sino más bien embrutecido, o brutalizado por la conciencia unilateral del conquistador. El Orbe Nuovo de  Vespucio, no es más que el descubrimiento geográfico del nuevo continente, el hallazgo de los amerindianos, pero visto desde “afuera”, desde la frontera del hispano. Sólo vieron al amerindio por “dentro” algunos misioneros para quienes el indígena no es un ser en bruto, sino un mundo distinto, pero humano, bajo una visión mítica pero perfectible. El indígena es; al fin y al cabo: ser.

Memoria contra el olvido y la violencia.    
       
La memoria se impone como reacción a una vida desarraigada, sin anclaje. Desde esta perspectiva la memoria viene a comportarse como un mecanismo cultural que imprime sentido de pertenencia y otorga identidad a los grupos o comunidades.
Los procesos que han construido los discursos sobre la memoria y creado las condiciones para una “cultura de la memoria”, se remontan a la segunda Guerra Mundial y al holocausto nazi. En los años 80 se abrieron nuevos debates a raíz de las dictaduras militares que azotaron en América Latina con detenidos, torturados, muertos y desaparecidos. Huyssen, planteará la “globalización del discurso del Holocausto”, (2000:15) que se desplazará desde los hechos históricos particulares, hacia una metáfora de otras historias, traumas y memorias. Esto vendría a implicar que más  allá del clima de época, en la comunidad, en las familias, la memoria y el olvido se vuelven cruciales si estos se vinculan a los acontecimientos traumáticos de tipo políticos y a los hechos de represión y aniquilación.
Los procesos de recordar y olvidar son propios de cada individuo y no se pueden transferir a otros. La capacidad de recordar, activando el pasado en el presente (la memoria como presente del pasado (Ricoeur, 1999:16), no se da en los individuos cono seres aislados, sino en tanto estos conforman redes sociales, grupos culturales. El tránsito de lo individual a lo social se impone de inmediato. La memoria recuerda lo individual en un contexto grupal, social específico. No es posible recordar el pasado sin apelar a estos contextos. Las memorias individuales siempre están enmarcadas socialmente.
Nuestra memoria individual y colectiva no actúa entonces de forma aislada a sus respectivos contextos, ella se ubica dentro de los propios fenómenos que generan la realidad social actuando como respuesta, como espacio de resistencia política. En este contexto, América Latina interpela nuestra memoria frente a situaciones que históricamente han creado enormes desigualdades económicas y polarización, a pesar de ciertos avances de proceso de democratización política y crecimiento económico asimétricos.
Nuestros pueblos han debido arrastrar dos realidades que han golpeado con gran violencia su desarrollo y autonomía: la pobreza y la desigualdad. Por un lado la pobreza no ha sido superada y las políticas gubernamentales en torno a este problema no han sabido dar solución a la ausencia de recursos ni a la satisfacción de necesidades básicas. El modelo económico que ha predominado bajo un mercado libre  globalizado ha sido incapaz de responder a las demandas sociales reales y la nueva categoría de exclusión social, ha transformado la imagen del pobre, de marginado a excluido, vaciando su subjetividad, y estableciendo una ausencia de reconocimiento social y político como parte de una comunidad. En una situación límite, esto significa un proceso de negación de la condición humana a un grupo o categoría de población, que busca justificar la aniquilación o el genocidio.
En cierto modo, los ejes de la matriz colonialista hispánica, no han desaparecido y simplemente se mutan y se reproducen bajo un patrón, o un entramado de poder que articula múltiples formas de dominación y violencia: 1. La racialización, 2. La configuración de un nuevo sistema de explotación. 3. El eurocentrismo como un nuevo modo de producción y de control de la subjetividad y del conocimiento 4. Un nuevo sistema de de control colectivo en torno a la hegemonía del Estado (Quijno, 2006:53-54). Pienso que los actos de subversión de nuestra memoria no podrán olvidar el pasado en tanto no trabajemos la memoria de manera creativa, social y terapéutica. Como seres humanos somos agentes de nuestra propia transformación y del mundo y desde esta perspectiva la memoria implica trabajo y representa su incorporación al quehacer que genera y transforma el mundo social. En tanto condición humana, somos muy activos en los procesos de transformación simbólica y en tanto seres arraigados en lo trascendente (homo religiosus), somos incansables buscadores de sentido, ligando los hechos del pasado al sujeto con ese pasado. Una fijación a hechos traumáticos del pasado puede conducirnos a una compulsión a la repetición y quedar atrapada en el objeto perdido. La repetición necesariamente puede implicar un pasaje al acto (como la memoria mítica, que ritualiza el acto, repitiéndolo para conocer el origen del misterio y saber lo que debe hacer: el mito del eterno retorno).
La distancia del pasado no es un intruso, que reaparece y se mete. Nosotros, en tanto observadores y testigos secundarios podemos ser partícipes de actuaciones y repeticiones, a partir de procesos de identificación con las víctimas. Los peligros en los que se ve envuelta la memoria, frente a este proceso de repetición e identificación, es que puede haber un exceso de pasado ritualizado por un lado, y por otro, un olvido selectivo e instrumentalizado. (Jelin, 2001:14)
Una salida posible para estos extremos sería “trabajar la memoria” incorporar recuerdos en vez de re-vivir y actuar. Un desafío enorme en el plano colectivo, es superar las repeticiones, superar los olvidos y los abusos políticos y ponerlos en una agenda de debate y reflexión sobre el pasado y el sentido que este tiene para el presente y el futuro. (Jelin, 2001:16)
Un aspecto muy interesante de destacar sobre el proceso de memoria, como espacio de rebeldía y resistencia, es lo que se ha desarrollado en las acciones de los grupos subalternos. Las relaciones de poder, tan asimétricas, han hecho que los grupos subdesarrollados construyan agendas ocultas, discursos de contrapoder, contra los de dominación y grupos dominantes. Son prácticas de resistencia que expresan en un sentido un mínimo de autonomía y reflexión del sujeto, una especie de proto-forma de la política, expresiones pre-políticas de los desposeídos (Jelín, 2005:224).
La década de los años 70 y 80 en América Latina fueron épocas de cambios sustantivos en el escenario político. Comenzaban a surgir las dictaduras y los autoritarismos. Muchas manifestaciones de grupos políticamente subordinados construyeron caminos de resistencia y agendas ocultas. El retorno a las democracias emergentes, transicionales o posdictatoriales, hicieron que estas formas de resistencia se transformaran en acciones políticas abiertas y participativas.
Cuando esto sucedió, se produjo una contradicción en el  discurso democrático de la transición. En la acción política la oposición que demandaba sus derechos sociales y políticos, con total transparencia, ocultaba el otro rostro de la dominación: la pobreza y las violaciones a los derechos humanos. El poder económico vino a contradecir el discurso democrático; por un lado la recuperación de  la participación política institucional, y por otro, un no-discurso de la exclusión económica. Democracia sí, pero sin derechos económicos. La condición de los excluidos, no era justa y no se aceptó con satisfacción el espacio político-democrático, teniendo como respuesta: la violencia social, que en el triángulo de la teoría de la violencia de J. Galtung se expresa en violencia directa, violencia estructural y violencia cultural (1995). La masa de excluidos económicos no se aceptan como actores y deciden la vía de la resistencia, de la agenda oculta, de la otra legalidad; la de la violencia. Todas sus fuerzas, se dirigen más hacia la actuación, la resistencia, que a la integración o la demanda.
A menudo la violencia ha sido vista como “negativa” y como un recurso final cuando la palabra agota sus posibilidades en la transformación de conflictos. Sin embargo, la violencia puede ser vista como discurso, como lenguaje que moldea los conflictos y las relaciones sociales, con la intención de crear escenarios socio-políticos cuando otros discursos no son escuchados. Aquí se trata de  la voz de un actor colectivo que apela a un discurso político que será escuchado por el poder. (Jelín, 2005:226). Lo interesante y novedoso de este discurso es la posibilidad que al ser escuchado por unos y por otros, se transforme en un lenguaje del diálogo y la negociación y la transformación de conflictos. Esto quiere decir que siempre hay otras lenguas antes de convertir los mensajes en discursos de acción violenta.
En medio de una cultura de violencia, el concepto de paz ha evolucionado desde una paz negativa a una paz positiva. La paz positiva tiene que ver con el desarrollo de las potencialidades humanas encaminadas a la satisfacción de las necesidades básicas. (Martínez Guzmán, 2001: 64).

La construcción de la paz se entiende como un concepto global que abarca, produce y sostiene toda la serie de procesos, planteamientos y etapas necesarias para transformar los conflictos en relaciones más pacíficas y sostenibles. Incluye una amplia gama de actividades y funciones que preceden y siguen a los acuerdos formales de paz […]. Debe estar arraigada en las realidades subjetivas y empíricas que determinan las necesidades y expectativas de las personas y responder a esas realidades» (Lederach, 1997: 47, 48, 52).

La paz no es sólo ausencia de guerra, sino que, en su sentido positivo, es también justicia social; lo que significa cubrir las necesidades básicas de las personas. La educación para la paz debe crear las condiciones necesarias para construir una cultura de paz. 
El concepto “Cultura de Paz” se construye como un proceso histórico, dinámico y contextual. Es producto de una profunda reflexión, venida de los teóricos de la Antropología Cultural y de la Sociología y que evoluciona a partir de los fenómenos sociales y políticos en la década de los años 1980, cuando comienzan a producirse procesos de transición democrática en el mundo, y de manera especial en América Latina, luego de cruentas guerra y dictaduras que asolaron el continente.
La Cultura de paz es una construcción social y cultural que sólo es posible en un sistema político y democrático, pues cultura de paz y democracia están estrechamente vinculadas.
De acuerdo a la Declaración y Programa de acción sobre una Cultura de Paz, aprobado por la Asamblea General de Naciones Unidas en octubre de 1999, el Arto. 1 define cultura de paz como un conjunto de valores, actitudes, tradiciones, comportamientos y estilos de vida basados en el respeto a la vida, el fin de la violencia,…el respeto pleno a los principios de soberanía, integridad territorial e independencia política de los Estados…el respeto pleno y la promoción de todos los derechos humanos y libertades fundamentales; el compromiso con el arreglo pacífico de los conflictos; los esfuerzos para satisfacer las necesidades de desarrollo y protección del medio ambiente de las generaciones presentes y futuras; el respeto y fomento de la igualdad de derechos y oportunidades de hombres y mujeres; el respeto y fomento de todas las personas a la libertad de expresión, opinión e información…
A la luz de esta definición, la cultura de paz pone en primer plano los derechos humanos, el rechazo a la violencia en todas sus formas y la adhesión a los principios de libertad, justicia, solidaridad y tolerancia.
La eliminación de una cultura de la violencia, tan arraigada en nuestra sociedad, demanda más que la acción coercitiva de los estados. Ella nos exige el concurso de todos, en acciones concretas que revelen el respeto de los derechos humanos. Esta práctica hará posible el logro de cambios de actitudes, comenzando desde la familia y llegando a toda la sociedad.

Cultura de Paz y Reconciliación Política: la Experiencia de Nicaragua

La paz es uno de los elementos constitutivos de la sustancia del ser humano; sin paz es muy difícil, si no imposible, convivir, construir una sociedad local y mundial y perpetuar la vida. A medida que las sociedades avanzaron en número de individuos, diferenciaciones y conciencia de ser, fueron creándose diversas categorías de comprensión social, entre las cuales se destaca el concepto de paz, dando así coherencia a prácticas sociales de convivencia, solidaridad, tolerancia y de valores humanos. 
Es así como la humanidad ha imaginado y se ha configurado el concepto de paz, como lo demuestran antiguos ideogramas, petroglifos, jeroglíficos, manuscritos y otras pruebas fehacientes de la historia humana, pasando por la eirene griega, la pax romana, el shalom hebreo, el salaam árabe y la de muchas otras culturas y pueblos.
En su evolución el concepto de paz se ha elevado a mucho más que ausencia de guerra o violencia; tiene que ver con estados de armonía, de tranquilidad y reposo, tanto a nivel individual, como con el entorno, sea referido a los otros seres humanos, como al contexto físico: naturaleza, otros seres vivientes no humanos, universo y divinidades.
La consideración de la temática de la paz ha adquirido mucha importancia en las décadas recientes, a raíz de las trágicas consecuencias que para la humanidad han significado las dos últimas guerras mundiales y otros conflictos bélicos más recientes en diversas regiones del mundo, así como por el peligro latente de un conflicto nuclear de consecuencias inimaginables. 
Intelectuales tales como Johan Galtung, Anatol Rapaport, Kenneth Boulding, John Paul Lederach, Dieter Shengaas, Francisco Muñoz, Vicenc Fisas y Vicent Martínez, entre otros(as), han hecho contribuciones significativas a enriquecer y fortalecer los conceptos relacionados a la paz, basados en las construcciones primarias de diferentes culturas y tradiciones filosóficas, religiosas y científicas, tales como los filósofos pitagóricos, la Pax Dei medieval, Tolstoi, Gandhi, y otros más modernos como los premios Nóbel de la Paz, entre ellos el Presidente Oscar Arias, de nuestra vecina del Sur, Costa Rica, quien ha hecho valiosos aportes a la construcción de la paz en nuestra región centroamericana; asimismo,  instituciones tales como la Organización de las Naciones Unidas, creada, precisamente, para contribuir al fomento de la paz en el mundo.

Nicaragua y los procesos de paz en Centroamérica
Centroamérica ha sido por décadas el ojo de un huracán de conflictos sociales, políticos y económicos no resueltos, provocados por promesas incumplidas de desarrollo económico, desequilibrios e inestabilidad en la región por la injusta distribución de la riqueza, lo que ha puesto a nuestros países en la periferia y bajo una economía de tercer orden.
La década de los setentas marca una ruta distinta en la acumulación de problemas sociales y la burguesía centroamericana no busca el consenso nacional; más bien opta por un camino más violento: el de las dictaduras militares,  con el fin de mantener las formalidades legales en defensa de una supuesta democracia.
A nivel político, que es el escenario donde se desarrolla la crisis, tiene como despliegue la insurrección de las clases populares, que por la vía armada, extremadamente violenta, buscan reivindicarse como sujeto político en la historia. Será este un camino sin retorno que desarticulará las formas tradicionales de control y dominio.
En Nicaragua se reconfigura el mapa político luego que el FSLN y los movimientos populares derrotan políticamente y militarmente la dictadura de Anastasio Somoza, desarticulando sus estrategias represoras de control y dominio. De igual forma sucederá en El Salvador y en Guatemala donde la capacidad de negociación política por parte de la clase dominante se agota y la crisis surgirá como un desafío a la continuidad. Al agotarse el tiempo de la normalidad la clase dominante ve la crisis como una desobediencia popular. Las clases subalternas se convertirán en una fuerte resistencia y contención frente al terrorismo de Estado, cuyo elemento factual será el debilitamiento de la autoridad y la pérdida de credibilidad, lo que hará inevitable el uso de la violencia como método extremo.
La crisis profunda que vivió Centroamérica durante los años 80, como consecuencia de guerras externas y fuertes movimientos de resistencia interna, hicieron que las negociaciones se volcaran hacia la búsqueda de soluciones políticas y por la vía de un diálogo pacífico que garantizara un proceso de paz en toda la región y distender así la presión interna y externa.
Los antecedentes de este proceso se hallan en el primer acuerdo de paz regional, que surgió de la iniciativa del “Grupo de Contadora” en 1983, mediante el cual México, Venezuela, Colombia y Panamá, buscaron el diálogo y negociación para establecer un clima de paz, evitando así la regionalización del conflicto en Centroamérica. Aunque los gobiernos de Centroamérica y Estados Unidos no estuvieron anuentes al acuerdo, por lo que no firmaron, Nicaragua aceptó la tesis de negociación regional aprobada en 1984, contando además con el respaldo del grupo de países No Alineados y de la Asamblea General de las Naciones Unidas.
La actitud de Nicaragua, de firmar el acuerdo y buscar la paz, creó las condiciones propicias para que se estableciera un clima de paz que daría impulso para que la cumbre presidencial, realizada en Guatemala, tomara la decisión de aprobar el “Procedimiento para Establecer la Paz Firme y Duradera en Centroamérica” (7/8/87), conocido también como el Acuerdo de Esquipulas II. El documento surgido de este acuerdo sentaría las bases de los mecanismos de negociación en los procesos de paz en Centroamérica.
El clima de paz que se fue generando en Centroamérica contó con factores de orden internacional, como la crisis de los países del orden socialista, que cesó su apoyo militar y buscó interactuar en procesos democráticos; las Naciones Unidas, que  hicieron un buen papel, ya no como mediador, sino como negociador en el proceso. Por su parte la Iglesia Católica fue también gravitante en la búsqueda de paz, dando garantías de diálogo y reconciliación, al igual que las iglesias evangélicas, a través de la participación de figuras relevantes, tales como el Cardenal Miguel Obando y Bravo y el Dr. Gustavo Adolfo Parajón, respectivamente.
En Nicaragua, la guerra de baja intensidad inspirada y financiada por las administraciones Reagan y Bush de los Estados Unidos, que el Ejército Popular Sandinista mantuvo con la Resistencia Nacional (más conocida como La Contra), provocó un enorme desgaste y desmoralización de los enemigos, Esto significó, si bien es cierto, una cierta victoria militar para el FSLN, políticamente implicó una derrota, por cuanto, en las elecciones de 1990, y al no contar con todo el apoyo popular, la Unión Nacional Opositora (UNO) abre un proceso de transición en Nicaragua al subir al poder a la señora Violeta Barrios de Chamorro. 
La urgente necesidad de un cese del fuego, de la desmovilización y de retirada de las fuerzas mercenarias, hicieron que el FSLN buscara un acuerdo político con la “contra”, hecho que culminaría en el acuerdo de Sapoá  en el mes de marzo de 1988. Sin embargo, los verdaderos acuerdos de paz en Nicaragua tuvieron dos momentos: uno, el 27 de marzo de 1990 en el Protocolo de Procedimiento para la Transición del Poder Ejecutivo, acordado entre el FSLN y la UNO, y el otro momento, conocido como el acuerdo de Toncontín para el Desarme y la Desmovilización de la Resistencia Nacional, firmado entre la UNO y la RN. El acuerdo del cese del fuego y el fin de las hostilidades tuvo su reconocimiento por fin en 1994, dejando al Frente Sandinista de Liberación Nacional como un partido de Oposición, por casi dos décadas.
Los procesos de paz, que bajo la voluntad política de los presidentes de Centroamérica, culminarían en los Acuerdos de Esquipulas I y II en la  década del 80, sientan las bases para que los mismos se constituyan en el origen político y constitucional de la paz que vendría a dar a la región un nuevo clima de estabilidad y certeza institucional, creando de este modo las condiciones propicias para el crecimiento y desarrollo económico y social en Centroamérica, bajo el signo de la pluralidad.
No bastaba con un acuerdo de paz, que pusiera  fin a la guerra de agresión, manejada por los intereses ideológicos de la guerra fría, sino que habría de pensarse un acuerdo que fundamentara y articulara tres asuntos de suma importancia para la región: a) la búsqueda de la reconciliación, b) el restablecimiento de la democracia con la participación de todos, c) la promoción del desarrollo integral de la región, bajo un nuevo modelo de integración.
A veinte años de vigencia del proceso de Esquipulas, los pueblos y gobierno del istmo centroamericano han dado pasos más firmes y han establecido nuevos mecanismos de entendimiento bajo el espíritu del diálogo y el respeto a la institucionalidad. El camino no ha sido fácil pero se ha avanzado más con el diálogo que con la violencia.
Bajo este mismo espíritu y voluntad política, y con el objeto de reafirmar los Acuerdos y la tradición histórica de Esquipulas I y II es que surge Esquipulas III-Esquipulas de los pueblos, que plasma y retoma con claridad la Alianza para el Desarrollo de Centroamérica (ALIDES), el Nuevo Tratado de Integración Social y la estructura institucional del Sistema de Integración Centroamericana (SICA).
Esquipulas III, también llamado “Esquipulas de los Pueblos”, es el plan estratégico trazado para Centroamérica y orientado hacia la integración regional y el Desarrollo Humano sostenible que busca superar los niveles de subdesarrollo que históricamente la han sometido. Tiene además como propósito fortalecer su lucha contra la pobreza extrema creando mejores condiciones políticas, legales e institucionales para el bienestar de todos los pueblos de Centroamérica y el Caribe.
Esquipulas III constituye una profundización del proceso de integración regional, sostenido sobre la base del reconocimiento de Esquipulas I y II como el origen político y constitucional de la paz para la región.
En virtud de los grandes desafíos que presenta la región y la urgente demanda de contar con una agenda estructurada y consensuada para la integración, la reunión de los Jefes de Estado y el Sistema de Integración Centroamericana avanzó sobre la solicitud de la elaboración de un informe de Esquipulas III-Esquipulas de los Pueblos, a fin de poder revisar el grado de fortalecimiento de la institucionalidad regional y del cumplimientos de sus objetivos. Del Informe se desprende dos aspectos fundamentales: por un lado, la urgente necesidad de transformar las estructuras del Sistema de Integración Centroamericana (SICA) con el fin de convertir la región en una comunidad económico-política, y por otro lado, instar a los Estados a implementar, a nivel regional, políticas públicas comunes, bajo un régimen de carácter comunitario bajo una agenda de metas y plazos.
El documento que emana de los acuerdos de “Esquipulas III-Esquipulas de los Pueblos”, es un compendio detallado que recoge los resultados de consultas nacionales y del Informe exigidos en la Reunión de Jefes de Estado y del Sistema de Integración Centroamericana (SICA). Se suma también a esto una descripción de la metodología usada en los procesos de consulta y de las exposiciones presentadas que dan cuenta de la demanda de los grupos sociales y políticos de los diversos países involucrados en el proceso.

Perdón y Reconciliación

Ya sea en los individuos y sus relaciones personales, como en un sistema social en general, se pueden dar desgarramientos que pueden fracturar las relaciones y causar el rompimiento de relaciones en el tejido social, entre personas, amigos, familias, comunidad o naciones. Cuando se producen situaciones de rompimiento, de odio y enemistad, se hace necesario un proceso de “reconciliación” que acerque a las partes. Desde esta perspectiva podemos definir la reconciliación como un proceso por el cual las buenas relaciones entre individuos o entre naciones se recomponen y restauran. Para que estas buenas relaciones hagan el tránsito por un proceso reconciliatorio son necesarias dos condiciones básicas: primero, reconocer e identificar el rol de opresor y segundo, el de víctima en el conflicto.
Nicaragua es un país de heridas abiertas y de una memoria histórica con profundos traumas sociales y políticos; su historia está atravesada por dolorosos episodios que en diversas ocasiones han desencadenado en confrontaciones fratricidas y suicidas, convirtiéndolo en un país con enormes angustias sociales. 
Ha sido muy difícil construir en Nicaragua una agenda política y social con visión de país y de futuro, que afiance la democracia; lo que más bien ha predominado ha sido el rugido del más fuerte, una mirada cortoplacista y un caudillismo político que ha hecho ha provocado un caos social difícil de gobernar.

·         Reconciliación y no violencia

Para algunos cientistas políticos la democracia constituye un sistema de reconciliación que exige una buena dosis de autocontrol. En América Latina y el Caribe la democracia tiene un gran déficit y una deuda social histórica con las grandes mayorías. Los llamados gobiernos “democráticos” de la región, al suceder a las tiranías militarizadas que intervinieron los procesos democráticos del continente, no han podido revertir este déficit y lo que erráticamente han hecho es lesionar la legitimidad de los regímenes políticos, poniendo cortapisas a la voluntad popular en desmedro de  la valoración de la idea democrática como modelo ideal de organización de la vida política y social.
Las “democracias latinoamericanas”, según el modelo de Platón en la República y el de Aristóteles, en la Política, no han sido más que remedos de democracias, “seudo-democracias”, verdaderas “plutocracias”, donde los sistemas de gobiernos, en su toma de decisión y bajo influencias desequilibradas, privilegian a los que ostentan las fuentes de riqueza.
Al no existir en nuestra historia nacional una tradición democrática, que articule un mecanismo de autocontrol, las decisiones políticas quedan huérfanas y expuestas al mutuo contrapeso que los grupos antagónicos pueden ejercer unos contra otros. Así, los gobiernos degeneran en un sistema de pillaje y corrupción sin límites. Gustavo Lagos, (1991), señala que al no haber un sistema de autocontrol articulador de las decisiones políticas, “las reformas sociales se convierten en campo de negociación, subproducto de la vida política”, y la reforma democrática “al carecer de una fuerza unificadora no da a las generaciones más jóvenes el campo necesario para que puedan expresarse y definirse a sí mismas y manifestar lo que desean”.
La reconciliación comienza con la experiencia interior, con una toma de conciencia personal de ruptura. El individuo, se concibe como ser personal, pero a la vez social, es por eso que el evento reconciliador empieza en su interior, como una conversión moral que luego se transforma en un hecho social. No puede haber reconciliación social sin reconciliación consigo mismo, es una condición indispensable para perdonar. Las heridas, dejadas por el impacto de la violencia del victimario u opresor sobre la víctima, deben ser expuestas ante el proceso de reconciliación, no ocultarse u obviarse. Por esta razón, el sentido de la reconciliación involucra a cada uno de los miembros del cuerpo social en un acto de solidaridad y adhesión respecto a la búsqueda y cooperación de una sociedad más justa y pacífica que beneficie a todos.
Para reconocer e identificar la reconciliación como un proceso dinámico y viable en una sociedad es necesario establecer los siguientes parámetros:

a)    Es un deber de la reconciliación reconocer la existencia de los conflictos.
b)    Buscar caminos pacíficos de solución.
c)    Si todas las fuerzas sociales y los individuos asumen una actitud de diálogo y búsqueda, se puede decir que la sociedad se ha puesto en la ruta de la reconciliación.
d)    Si el camino es inverso y se aplica la lógica de la guerra y no el de la lógica de la política, entonces la vía será la violencia.

La democracia, entendida como sistema de reconciliación, requiere  de los siguientes componentes:

a)    La aplicación de la lógica de la política, que se basa en la negociación, los acuerdos y la búsqueda de consensos necesarios, con la participación de todos los sectores de la vida nacional en beneficio del bien común.
b)    Estructuras, leyes e instituciones que tengan la capacidad integradora de toda la sociedad.
c)    Sustituir las estructuras que oprimen, disocian o atomizan a la comunidad nacional.

Cuando la democracia no se identifica como un sistema de reconciliación pronto afloran los síntomas de crisis y a la sombra de la crisis se nutren los derrumbes de los sistemas democráticos.
Para Montesquieu, aparte de la dictadura y de la monarquía como regímenes políticos, está la democracia, y ésta, para que pueda funcionar como tal, y constituir un  sistema de reconciliación, debe estar basada en la virtud, en las virtudes morales, en las profundas inspiraciones éticas. Así lo entendió Gandhi cuando predicaba el Satyagraha, -la resistencia no-violencia-. La democracia exige de todos los hombres la búsqueda permanente de la verdad, basada en la tolerancia, el respeto, la justicia y la paz.
Podemos abordar, brevemente, el tema de la reconciliación desde dos dimensiones: una política, y otra religiosa. Ninguna se excluye, sino que se complementan, porque son parte del entramado social y cultural que toca las diversas esferas de la vida de las personas y de la sociedad.

·         Su dimensión política

En este apartado quiero señalar algunas ideas muy interesantes que la doctora Camila de Gamboa, docente-investigadora de la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad del Rosario, Bogotá, Colombia, desarrolló en su tesis doctoral en filosofía (2004). En  un resumen de su tema: “Perdón y Reconciliación política: dos medidas restaurativas para enfrentar el pasado”, construye dos modelos teóricos que permiten a los seres humanos lidiar con el pasado: el perdón y la reconciliación política. Aclara que  aunque el perdón y la reconciliación política son dos medidas restaurativas, es preciso distinguir claramente la una de la otra. El perdón es una acción moral restaurativa y se da en la esfera privada de las personas, en cambio la reconciliación política es una medida de carácter público para enfrentar un pasado opresivo e injusto y cubre a toda la comunidad política. 
En primer lugar el perdón moral es una facultad  que pertenece únicamente a la víctima y es de su esfera privada, por lo tanto, nadie puede forzar a los ofendidos a que perdonen a los ofensores. En segundo lugar, el acto del perdón no exime a nadie del ejercicio de la memoria y de la acción de la justicia. Y en tercer lugar el ofensor o victimario debe reconocer el daño causado y sus efectos. El perdón no es garantía de olvido e impunidad; el recuerdo de la víctima preserva su dimensión moral y desde este punto de vista percibe la conexión espiritual entre memoria, justicia y reconciliación.
Cuando se trata del perdón, un tema tan sensible en la dinámica de relaciones fracturadas entre las partes, con actores que asumen los roles de ofendidos y ofensores, hay tres componentes claves en el sentimiento moral entre la víctima y el ofensor: resentimiento, arrepentimiento y perdón.
En el primer componente se trata del ofensor que ha agredido y  comunica un símbolo negativo a la víctima, haciéndole sentir como un objeto que no importa y que puede ser manejado según los propósitos del ofensor. Lo que resalta en esta actitud es que la experiencia de ser insultado deja el resentimiento de un trato inmerecido y denigrante. Este sentimiento moral no significa necesariamente odio vengativo, sino, en expresión usada por Hampton,  es odio moral, que busca exponer y derrotar el falso mensaje que el ofensor produjo; en este sentido, el odio moral no busca una degradación literal del ofensor, sino descreer el falso mensaje comunicado para reposicionarse en su dignidad de persona y ubicar al ofensor como un opresor. 
Se pueden dar dos situaciones en las que el resentimiento puede ser muy negativo y obstaculizador del proceso restaurativo: por un lado, cuando las personas, con una muy baja autoestima, se convencen que la comunicación simbólica transmitida por el ofensor (ofensas, calumnias, aseveraciones negativas) es verdadera; esto paraliza en la víctima su derecho moral a desenmascarar el falso menaje e invalidarlo. Por otro lado, si las víctimas se dejan invadir por un resentimiento vengativo, entorpecen completamente la posibilidad del perdón moral, clausurando así el proceso restaurativo.
El segundo componente es el sincero arrepentimiento y para ello exige dos condiciones fundamentales: primero, que el ofensor reconozca y admita el daño causado a la víctima; esto implica que el ofensor debe iniciar un proceso de auto-transformación, conocido también bajo el concepto de proceso de regeneración moral y que se obtiene mediante el abandono de principios morales defectuosos y objetables, compensando a las víctimas con indemnizaciones materiales y morales. La segunda condición es que el ofensor asuma el compromiso de no volver a repetir estas acciones en el futuro.
El tercer componente es el proceso de otorgar perdón. Aquí nos enfrentamos a dos etapas muy importantes: en primer lugar, la  víctima debe cambiar su perspectiva para ver de otra manera al ofensor, lo que significará una transformación sicológica; debe ganar confianza en sí misma y sobreponerse al resentimiento, derrotando así la comunicación simbólica que ha transmitido el agresor e invalidarla. En esta etapa del proceso es bueno señalar que el daño causado al ofendido puede ser grave y profundo y aunque las víctimas puedan superar el resentimiento y el odio moral, las huellas dejadas por el trauma permanecen un largo tiempo o incluso, toda la vida de la persona. La segunda etapa del perdón consiste en el perdón mismo que otorga la víctima al ofensor y que constituye un acto de benevolencia hacia el ofensor, liberándolo de su pasado bajo la creencia que su transformación lo volverá un mejor ser humano.
El perdón es una disposición moral virtuosa de la víctima y por lo tanto no constituye un derecho exigible. El simple arrepentimiento del ofensor no obliga a la víctima al perdón, pero si así sucediera (que las víctimas otorgaran el perdón a sus ofensores), serían merecedores de nuestra admiración moral.
Gamboa plantea la reconciliación política como un modelo para aquellas sociedades en transición a un régimen democrático, donde ha habido violencia política y violación a los derechos humanos, ya sea como violencia de Estado, violencia civil, o conflictos armados internos. Para la aplicación de este modelo es necesaria la consideración en primer término, de una democracia inclusiva e igualitaria que establezca un marco que sirva de norma ética y política para el proceso de reconciliación. En segundo término, que sirva de herramienta crítica para los regímenes excluyentes que han ejercido violencia política y en tercer término, posibilitar la evaluación de procesos inadecuados y defectuosos de reconciliación política, en los que las sociedades no han sido capaces de resolver su pasado violento.
Un proceso de reconciliación, en una sociedad en transición democrática, debe tomar en cuenta la memoria histórica de un país; esto incluye su cultura nacional, su historia y los sistemas políticos precedentes, porque los regímenes opresivos han afectado la identidad política y moral de sus miembros. El modelo de reconciliación política no funciona si los miembros de una sociedad, en transición democrática, y a fin de mantener o recuperar su integridad moral y política, no asumen su rol como actores responsables, creando mecanismos de responsabilidades compartidas en relación al pasado, presente y futuro. Somos parte de un sistema social y la única manera de transformar los aspectos negativos de nuestro carácter moral y político es a través de un esfuerzo cooperativo.
Para un proceso restaurativo de reconciliación, es fundamental que los ciudadanos sigan principios ético-políticos; así se evitará caer en procesos de reconciliación defectuosos, que hacen creer que el perdón y el olvido se suceden de forma automática e incondicional. 
Nuestras sociedades han sido enseñadas bajo una noción tradicional liberal de responsabilidad, donde se exalta la libertad del individuo y sus derechos, lo que ha sido inadecuado. Desde esta perspectiva el individuo se comprende como un agente moral autónomo, sin sentido de responsabilidad por las contingencias históricas, sociales y políticas de su entorno. La idea de una responsabilidad colectiva es ajena a la tradición liberal, que establece la responsabilidad por la acción individual, en tanto el individuo es productor directo y voluntario de ella.
¿Cómo se materializa la reconciliación política? Gamboa propone asumir de manera colectiva la responsabilidad política, lo que significa obligaciones de tipo político en una sociedad signada por la violencia política y la opresión. La comunidad política debe mirarse en perspectiva histórica y aceptar el estatus político de ciudadano, a la vez que su identidad histórica de esa comunidad y el compromiso ético-político de actuar como miembro responsable de ésta. De este modo, cuando aceptamos la ciudadanía estamos aceptando su historia de opresión y sufrimiento, porque la historia constituye parte de nuestra identidad política. 
En el caso concreto de Nicaragua, una sociedad donde ha predominado la cultura del balazo o de la sucesión en el poder por traspaso de familias o clase, puede parecer algo utópico la reconciliación. Esta ha sido un anhelo largamente deseado y esperado. Aunque para algunos ese proceso se limita a un acomodamiento de las fuerzas políticas y a un reparto de cuotas de poder, para otros forma parte del perdón soñado en una Nicaragua unida. 
El periodista cubano Juan Carlos Roque de radio Nerdeland, realizó en noviembre del 2009, con motivo del año Internacional de la Reconciliación, un reportaje sobre la Reconciliación en Nicaragua, entrevistando al jurista Alejandro Serrano Caldera, al Obispo Auxilar Monseñor Silvio José Báez, al Diputado sandinista José Figueroa, a la Diputada Alida María Galeano (excontra), a la psicóloga Martha Cabrera y al teólogo Guillermo Gómez Santibáñez. Cada uno de los entrevistados dio su visión de la reconciliación de la sociedad nicaragüense y los esfuerzos por lograr la paz social, como así mismo sus expectativas sobre el proceso social y político bajo el gobierno del Comandante Daniel Ortega. Entre los aspectos más relevantes a destacar de lo expresado por cada uno de los entrevistados, podemos destacar lo siguiente: Hablar de reconciliación en Nicaragua significa entrar en la memoria de los hechos sociales y políticos, es traer el pasado al presente para confrontarlo con la verdad, con la justicia y el perdón. La reconciliación es una oportunidad de aprendizaje, de tomar conciencia para no vivir bajo la tiranía del odio y del revanchismo de los enemigos. La guerra de agresión que vivió Nicaragua en los años 80 del siglo XX dividió a la sociedad nicaragüense, dividió a las familias, quienes muchos de ellos debieron enfrentarse como revolucionarios sandinistas y como contra. La reconciliación en Nicaragua nos exige reconocer los propios errores y abonar por una reconstrucción de la memoria, una búsqueda de la verdad y de la justicia. Tener capacidad de diálogo, de valorar las demás posiciones divergentes como válidas. Educar la conciencia en los valores humanos, perder la inocencia e integrar los polos opuestos; es decir, identificar al enemigo, al bando contrario, con sus luces y sombras y transformarlos en aliado, esta es la manera en que podemos hacer un aprendizaje de la historia y avanzar. En Nicaragua la reconciliación es un tema pendiente, pues no ha habido una política de Estado para hacer las paces, lo que ha habido, cada vez que la sociedad se ha fracturado política y socialmente, han sido grupos espontáneos que en cada circunstancia han ido buscando la reparación social, pero ha sido más bien el tiempo el que ha ido limando las asperezas y heridas sociales. El pasado que no se resuelve, tiende volver en la memoria y ritualiza los recuerdos sin poder olvidar. Muchos traumas de la guerra de los años 80, los combatientes que sobrevivieron y no reconstruyeron su memoria, en un proceso de reconciliación y perdón, trasladaron su dolor a sus hijos y a sus nietos y eso ha tenido sus efectos en las relaciones sociales. Finalmente, la reconciliación ha estado en la agenda política de Nicaragua pero no ha sido parte de un proyecto de país. Los signos más concretos de un proceso reconciliatorio fue la desmovilización del Ejército Popular sandinista y los de la contra, que venían ya, desde antes del gobierno de doña Violeta Barrios de Chamorro negociando la paz. Este proceso logró por un lado cierta estabilización social y política, y por otro, una recomposición de la institucionalidad democrática, que no fue suficiente, quedó postergada la reconciliación, sin formar parte de una política de Estado. La verdad, la Justicia y la Reconciliación aún son partes de una asignatura pendiente en Nicaragua

·         Su dimensión teológica

El teólogo Segundo Galilea, dice en su libro: Las Bienaventuranzas: Evangelizar como lo hizo Jesús, que la evangelización es una simultánea proclamación de una justicia liberadora y de la reconciliación. Advierte con esto, que justicia y reconciliación no se excluyen, sino se complementan. Aún más, con ello afirma que restablecer la justicia es condición fundamental para la reconciliación. Pero eso no es suficiente, porque no puede sanar heridas y hacer desaparecer las ofensas del pasado. Para que la justicia prevalezca, debe imperar la verdad, pues sin la verdad no hay justicia y sin justicia es imposible la paz. Esta es la ecuación del evangelio que nos enseña Jesús y que pasa necesariamente por la práctica personal y social. No sólo se debe luchar por la justicia, sino también amar a nuestros enemigos, y esa es una demanda seria y un desafío ineludible del evangelio. 
La Iglesia cristiana tiene la comisión de ser portadora del mensaje de reconciliación (katallagé). De la cruz de Cristo brota ese mensaje, donde el mismo Jesús experimentó en su propia carne, todo el odio y la impiedad que los sistemas humanos, perversos y diabólicos, pudieron ejercer contra Él. Desde allí, dice san Pablo, que Dios reconcilió en Jesucristo al mundo, derribando las paredes que se interponían.
La reconciliación es una gracia y por lo tanto la iniciativa viene de Dios. Existen dos partes en el proceso de reconciliación: el ofensor u opresor, el ofendido o víctima. No existe la reconciliación si ambas partes no se encuentran y se dan en el perdón. El proceso puede comenzar en cualquiera de los dos extremos. La autenticidad del perdón es sospechosa si la justicia no es nombrada y reconocida, al menos por la víctima. La reconciliación no es una cuestión tan simple, como la de ofrecer el perdón y el olvido al que ofende sin rendir cuentas al agraviado. 
Finalmente, el tema de la reconciliación, para que sea restaurativa, debe abrirse a tres condiciones:

a1. La verdad; esto significa enfrentar el pasado y reconciliarse con ese pasado, para asumirlo; esto es posible mediante un proceso de reconstrucción de la memoria donde no es  posible encontrar una sola memoria, una visión única, ni una interpretación única del pasado, sino momentos o periodos históricos de consensos donde surgen otras memorias e interpretaciones alternativas que se  constituyen en resistencia, en espacio de lucha política activa que es una lucha contra el olvido: recordar para no repetir (da Silva:2010). La verdad enciende la luz para ver con claridad la verdad del pasado, no sólo para conocer la verdad, sino también para declararla, hacerla y darle forma. 

Esta verdad no sólo debe conocerse en los documentos, en los libros, sino que debe también establecerse en las calles, en los municipios, en los lugares de trabajo, en los edificios públicos. 

b2. La justicia; ésta tiene una dimensión jurídica que sirve en la sociedad para regular el comportamiento humano mediante el establecimiento de leyes justas y penalizar su quebrantamiento. En Centroamérica ha habido masacres y actos condenables que han quedado en la más absoluta impunidad porque los tribunales no han actuado con la debida imparcialidad, ni se ha sometido a proceso judicial a los autores materiales e intelectuales de dichos actos. Muchas víctimas de la violencia y del terrorismo de Estado no han visto un gesto mínimo de justicia que propicie un proceso de reconciliación. Sin verdad, ni procesos judiciales que condenen a los responsables de actos que violan un bien jurídico protegido como es la vida humana, no puede haber justicia.

c3. El perdón; como lo decimos más arriba, no es garantía de olvido ni impunidad, sino que demanda una restauración moral que redima así el resentimiento u odio moral de la víctima, dejando al victimario libertad del arrepentimiento haciendo posible así la reconciliación. Sin perdón no hay reconciliación.



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