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lunes, 15 de diciembre de 2008

Neoliberalismo y Educación


Educación: ¿Fuera del mundo en que se desenvuelve?

Manuel Moncada


Ponencia presentada en el primer Congreso Nacional de Educación, organizado por el Consejo Nacional de Universidades (CNU), del 2 al 4 de diciembre de 2008. UNAN-Managua.


I. Amor al prójimo y competitividad

Para hacer caer al mundo en sus redes y mantenerlo bajo su férula, el capital enreda las cosas, las trastoca, las pervierte o pretende volverlas algo distinto de lo que en verdad son. Fácilmente, convierte el amor al prójimo en amor exclusivo a la familia inmediata; endosa los males sociales que genera a los pobres, los marginados, los indigentes, los pueblos y sus diversas organizaciones y movimientos, incluso a individuos aislados que, a veces, lo han servido incondicionalmente; transforma la riqueza del Primer Mundo en virtud; la pobreza y subdesarrollo del Tercer Mundo en autoengendro nacido de la falta de virtuosidad; el ser práctico en ser pragmático; el espíritu emprendedor en espíritu empresarial; la competencia en competitividad. Que no sorprenda así que el presidente de España, pretenda convertir a las universidades en empresas privadas y a éstas en universidades, porque ello responde a la lógica del capital que no es la de los pueblos.
En virtud de que toda esta realidad se vincula, en mayor o menor medida, con el mundo universitario, haremos a continuación una breve referencia a algunas de sus expresiones esenciales. Pero antes conozcamos un pensamiento de Walter Peñaloza Ramella que alumbra la necesidad de incursionar en el ignorado -a propósito- campo de la política.

“…Todas las carreras universitarias se desentienden de examinar críticamente los problemas sociales, económicos y políticos de nuestros países, cerrando la mente de los jóvenes para estos desenvolvimientos que nos atañen a todos, como si fueran asuntos sólo para politólogos e historiadores. Vale decir que gradúan personas que van a trabajar en un país que no conocen, porque no tienen ninguna visión integradora y crítica de él”.

1. Un limitado amor al prójimo

El cristianismo predica el amor al prójimo, “cualquier persona respecto de otra en la colectividad humana” , pero para muchos de sus fieles, que han nacido y vivido dentro del mundo diseñado por el capitalismo, sistema para el que lo único que vale es la creciente e incesante ganancia de cada día, el prójimo nada tiene que ver con iraquíes y afganos, por ejemplo. ¿Acaso preocupa la muerte de un millón doscientos mil iraquíes desde que se inició la invasión de la antigua Mesopotamia a la fecha; o los más de cinco millones de huérfanos derivados de esa misma ocupación?


Sin duda, el amor a la familia es para cada individuo lo más importante de su vida. Pero la forma en que se pregona el amor a la familia de parte de los medios de derecha, aleja al individuo del amor al prójimo colectivo, a la humanidad entera. De hecho, se inculca un amor que, por hermoso, tierno, lógico y terrenal que parezca, hace que el individuo no vea más allá de sus narices, no vea al vecino, al barrio, a la ciudad, a la nación, a la región, al continente, al mundo, a toda la humanidad; en pocas palabras, al prójimo en toda la extensión de la palabra, lo que resulta de la constante predica neoliberal del individualismo.


Ello se hace esencialmente de forma indirecta, mediante la invisibilización que hacen los medios de derecha del prójimo colectivo que sufre opresión, persecución, crímenes, intervención extranjera, etcétera, para colocar siempre en primer plano al prójimo individual, cuyas virtudes son exaltadas de mil formas.


El capitalismo genera desempleo, pobreza, marginación social, indigencia, corrupción. Todo porque su naturaleza es profundamente explotadora. Negocia con todo; inventa guerras muy rentables para quienes las desatan; privatiza todo lo que cae en sus manos. Pero endosa al pobre su pobreza, la marginación al marginado, la indigencia al indigente, la corrupción al individuo corrupto. La explotación del hombre por el hombre no está en su léxico, el rédito creciente e incesante es su credo cotidiano; desata el terrorismo y amenaza atómicamente al mundo dizque en previsión de ataques terroristas; pregona democracia pero no la practica en ninguna parte, habla de amor pero aborrece a la humanidad.


2. Falacia sobre el origen del atraso y el desarrollo

Hacemos ahora referencia a una falacia de la que, de forma visible, se ha apoderado el mundo universitario. Los partidarios abiertos o solapados del capitalismo sostienen que la riqueza del Primer Mundo se debe al ingenio, la laboriosidad y el espíritu emprendedor de sus habitantes; de igual forma y como contraparte, sostienen, con aparente lógica, que el Tercer Mundo se caracteriza por la carencia de actitudes positivas.

“No somos subdesarrollados porque a nuestro país le falten riquezas naturales o porque la naturaleza haya sido cruel con nosotros. Simplemente somos pobres por Nuestra Actitud”, sostiene con gran simplismo un autor “anónimo”. Y enumera lo que a su entender son las grandes carencias del Tercer Mundo: la ética como principio básico, el orden y la limpieza, la integridad, la puntualidad, la responsabilidad, el deseo de superación, el respeto a las leyes y los reglamentos, el respeto por el derecho de los demás, el amor al trabajo, el esfuerzo por la economía y el emprendimiento.

En concreto, la falta de ética del Tercer Mundo, según el autor, explica su subdesarrollo y, viceversa, la ejemplar actitud ética del Primer Mundo da cuenta de su gran desarrollo. Y pone de ejemplo de actitud positiva a Suiza. Empero, Suiza es un país tan imperialista como Estados Unidos o Inglaterra, porque aunque nunca ha tenido colonias imperiales, su burguesía industrial y bancaria desde mucho tiempo atrás, para avanzar, se ha venido escudando detrás de su “neutralidad” política y de las grandes potencias imperialistas; lo ha hecho, asimismo, recurriendo a su política “humanitaria” ejercida por medio de la Cruz Roja , las “buenas” obras, la “filantropía”, así como a un discurso mediante el cual se presenta a sí misma como “un pequeño Estado débil, inofensivo, etcétera”.


Como la gran burguesía industrial y bancaria suiza no ha podido depender del triunfo militar, se convirtió en maestra en el arte de aprovecharse de las contradicciones interimperialistas. De esta suerte, ha logrado que sus multinacionales pertenezcan al reducido número de sociedades que ejercen dominio global en una serie de ramas, tales como las tecnologías de la energía y la automatización (ABB: primera o segunda mundial), cemento y materiales de construcción (Holcim: primera), productos alimenticios (Nestlé: primera), relojería (Swatch: primera), agro-industria (Syngenta: segunda o tercera) y seguros (Swiss Re: primera).

3. Metamorfosis de conceptos


Presentar los conceptos con contenidos metamorfoseados es una estrategia que le permite al capital inculcar sus valores a la sociedad. Así pasa, por ejemplo, con los conceptos “práctico”, “emprendedor” y “competente”, devenidos respectivamente en “pragmático”, “empresario” y “competente”. Probablemente, pasa igual con el concepto “socialismo”, al que frecuentemente se le sustituye por el concepto “utopía”. Y, nuevamente, también acá la academia suele dejarse arrastras por el utillaje conceptual del mercado capitalista. Delimitemos lo campos:

Ser práctico no es igual a ser pragmático


Ser práctico significa actuar en correspondencia con las circunstancias y posibilidades que rodean el quehacer humano, sin dejarse arrastrar por principismos ni por dogmas de ningún tipo, pero sin faltar forzosamente a la moral ni a la ética. Por el contrario, ser pragmático significa, en su acepción predominante, sacar el máximo provecho personal posible que permitan las circunstancias, sin reparar para nada en las consecuencias futuras que sus acciones puedan implicar para la sociedad o la humanidad en su conjunto y sin que preocupe para nada la violación de los principios éticos o morales, cualesquiera que éstos sean. Ello constituye un epítome del valor supremo de la filosofía capitalista: la “acumulación y la conservación ilimitada de bienes […] independientemente de los efectos que pueda tener sobre la naturaleza y el hombre”.


“Es curioso -escribía una diputada chilena en torno al pragmatismo- cómo ahora se dignifica esa palabra que en otras épocas se llamó “oportunismo”. Hoy ya no hay oportunistas sino pragmáticos”.


Ser emprendedor no es igual a ser empresario


Ser emprendedor significa actuar con iniciativa, imaginación, arrojo y determinación; ser empresario en el mundo capitalista significa ser parte inseparable de los opresores modernos. Ser emprendedor va mucho más allá de ser empresario. Por ello, es deseable que en la sociedad aumente exponencialmente la gente emprendedora, mas no así la opresión empresarial que, por el contrario, debe ser eliminada.


Ser competente no es igual a ser competitivo


Educación pública y mercado capitalista no ligan en modo alguno, salvo en la mentalidad privatizadora y mercantilista que la globalización neoliberal pregona por doquier. Pero el mercado no es sólo poder monetario o poder militar, es también poder ideológico. No es raro así que las concepciones de mercado estén calando cada vez con más fuerza en los distintos niveles de la educación pública de una gran cantidad de naciones del orbe.


Influidas por la lógica crematística, escuelas y universidades recurren, cada vez con más frecuencia, a conceptos como “clientela”, “competitividad”, “capital”, “oferta”, “productos”, etc. De hecho, el utillaje conceptual de la educación está plagado de conceptos derivados de la esfera mercantil. Para “superar” el embrollo, determinados académicos sugieren que cada institución académica se limite a insertar un glosario de conceptos en la documentación oficial. Más ello no quita que los conceptos se entiendan a partir de su acepción predominante.


Para dilucidar el asunto, nos detendremos un poco en los conceptos competitividad y competencia. Fuera de lo que atañe al deporte y a las cosas del mercado, la competencia se refiere a la facultad para hacer algo con la debida calidad; a la capacidad para desenvolverse en determinado campo del quehacer humano. La competitividad, en cambio, enfrenta a las personas, naciones, regiones y continentes entre sí; convierte al otro o a los otros en adversarios o enemigos a los que hay que desplazar o eliminar; regularmente, empuja al que la abraza a recurrir a cualquier medio para alcanzar sus propósitos; invita a actuar sin moral ni ética de por medio, aunque en lo formal se admita su necesidad.


Competitividad se define como: “capacidad de competir; rivalidad para la consecución de un fin”. Empresarialmente, se le entiende como “la capacidad de una organización pública o privada, lucrativa o no, de mantener sistemáticamente ventajas comparativas que le permitan alcanzar, sostener y mejorar una determinada posición en el entorno socioeconómico”. Pero seamos claros: las guerras mundiales son la expresión más cruda de la competitividad y, dígase más, las amenazas yanqui-europeas de bombardear atómicamente a quien se aparte de los designios imperiales es también expresión de esa perversidad que se pinta como valor supremo del individuo y la sociedad.


La competitividad no incluye, excluye; no une, desune. Una de sus consecuencias es la fragmentación de los procesos económicos y sociales de una nación en aras de someterlos a la demanda de los mercados ampliados. Vinculado estrechamente con lo anterior, se promueven comportamientos que se basan en la práctica de los derechos individuales contraponiéndolos a los derechos colectivos .


Mediante la cultura de la competitividad, se pretende que el rol del Estado, los sindicatos, las escuelas, universidades, ciudades etc., se reduzca a generar el entorno propicio para que las empresas puedan llegar a ser o se mantengan competitivas en el marco de la globalización planetaria, dominada por EEUU, Japón y Europa occidental. Y el tan pregonado principio de la excelencia, dentro de los marcos de esa misma ideología, significa rendirle culto al “mejor”, al más competitivo, desde una estricta rentabilidad económica.


La competitividad es lo único valedero para la empresa privada; expresa mejor que nada la esencia misma del funcionamiento del sistema capitalista. Para éste, pues, no existen ni la complementariedad, ni la solidaridad. Más aún, el mundo capitalista globalizado, al unificar los mercados mundiales de mano de obra y al pulverizar los derechos sociales y los puestos de trabajo, pone a competir a la clase obrera de unos países contra la de otros por las condiciones de trabajo y salarios”. Y, en general, agregamos nosotros, pone a competir a unos individuos y unas instituciones contra otros y otras, lo que incluye a los centros educativos de distinto nivel.


Con toda razón, el doctor Juan Vela Valdés, Ministro de la Educación Superior de Cuba, en el discurso con el que se inauguró el VI Congreso Internacional de Ecuación Superior “Universidad 2008” , habla “de que no nos llevarán a salvar a la Humanidad ni la competitividad desmedida, ni el lujo, ni el culto al individualismo”.


Refiriéndose al asunto planteado, Frei Betto anota: “La tendencia del espíritu capitalista es agudizar el egoísmo, ampliar las ambiciones de consumo, activar las energías narcisistas, volvernos competitivos y sedientos de lucro. Crear personas menos solidarias, más insensibles a las cuestiones sociales, indiferentes a la miseria, ajenas al drama de indios y negros, distantes de cualquier iniciativa que trate de defender los derechos de los pobres”.

Sin superar las actuales condiciones de distribución y reproducción de la riqueza ni, por tanto, las actuales relaciones de producción predominantes; sin la extensión, el fortalecimiento y profundización de los procesos revolucionarios que hoy se desenvuelven en todo el mundo, particularmente en América latina, y sin el tránsito de la humanidad al socialismo como la única utopía posible para realizar las aspiraciones seculares de los pueblos, el futuro del hombre sobre la tierra será cada día más incierto. Y acá los términos medios no caben: la socialdemocracia es una falacia más del imperio del capital.


II. Falsa concepción sobre la educación

Si el mundo académico desea permanecer en el error que lo haga, pero ello no lo conduce a nada. Si, por el contrario, desea en verdad avanzar, debe dar un mentís a la tesis, difundida con frecuencia, que atribuye a la educación potencialidades que, por sí misma, no posee; presentándosele como determinante para el desarrollo social y como desprovista de toda contradicción interna. No obstante, dicho planteo resulta falso, engañoso, iluso y, se quiera o no, profundamente reaccionario.


Se ignora así que la misma como elemento de la superestructura, es decir, como secundario respecto a la base económica, debe a ésta (con la que ciertamente establece una compleja relación dialéctica y no un mero vínculo entre lo determinante y lo determinado) su surgimiento y desarrollo: sin recursos materiales, existentes en mayor o menor grado, no hay educación posible.


De igual forma, así se soslaya el carácter clasista que este componente superestructural posee y que su promoción en función o no del bienestar de la sociedad en general, no se realiza partiendo de la supuesta posibilidad de persuadir a los gobernantes de las bondades que la educación posee para alcanzarlo, sino en función de los intereses económicos, políticos y sociales de la clase que detenta el poder del estado.

Ni al esclavista, ni al feudal, ni al empresario capitalista interesa la educación para otra cosa que para afianzar su poder respectivo sobre el resto de la sociedad. Por ello, por geniales que sean las ideas o proyectos educativos que se presenten ante un poder estatal basado en la opresión, éste jamás los asumirá como necesarios a menos que respondan a su afán permanente de reproducir las relaciones sociales de producción existentes.


Es ilustrativo al respecto lo que, a mediados del siglo XVIII, Grigori Potemkin, ministro de Catalina La Grande , le previno a ésta en relación con la idea de alfabetizar a toda Rusia: “Señora... recuerde usted que educar al rico es inútil y educar al pobre, peligrosísimo”. Aníbal Ponce advertía que “confiar en la educación como factor de desarrollo, entendible en una época en que no había aún ciencias sociales, resulta totalmente inadmisible después que la burguesía del siglo XIX descubrió la existencia de la lucha de clases” (18).

Creer lo contrario es caer en el plano de los socialistas utópicos que esperaban persuadir a la burguesía sobre las ventajas del socialismo respecto al capitalismo, para lograr que la misma estuviera dispuesta a desechar este último en provecho del primero. Al respecto, Marx y Engels señalaban: “Aspiran [los socialistas utópicos] a mejorar las condiciones de vida de todos los individuos de la sociedad [...]. De aquí que no cesen de apelar a la sociedad entera sin distinción, cuando no se dirigen con preferencia a la propia clase gobernante. Abrigan la seguridad de que basta conocer su sistema para acatarlo como el plan más perfecto para la mejor de las sociedades posibles”.


Con la educación hoy pasa exactamente igual: para promoverla en provecho general se sigue apelando, ingenua u oportunistamente, a la sociedad entera sin distinción... El planteo al que hacemos alusión lleva inevitablemente a concluir que el desarrollo del primer mundo descansa en su alto nivel educativo y que, por el contrario, el subdesarrollo -que caracteriza al Tercer Mundo- tiene como causa primordial un bajo nivel educativo. Sin embargo, la realidad del mundo es por completo otra: en la relación entre desarrollo y subdesarrollo, el primero inequívocamente resulta de la sujeción, explotación y saqueo del Tercer Mundo; el segundo, se constituye en la condición sine qua non del progreso del Primer Mundo.


Al respecto, Leonardo Boff, en una universidad de Munich, acotó: “Señoras y señores, el bienestar que ustedes tienen aquí en Alemania [bien pudo haber dicho en Europa o en Estados Unidos] no se debe principalmente a la aplicación del ingenio alemán. Se debe principalmente a la sangre, al sudor y a las lágrimas de nuestros hermanos que yacen allí en América Latina”.


De ser cierto el planteo en cuestión, Cuba que, gracias primordialmente al sistema socialista que impera en ella, ha alcanzado altísimos niveles educativos, niveles perfectamente comparables con los del Primer Mundo, pertenecería al conjunto de países que conforman a este último. Por el contrario, Estados Unidos no debe a sus altísimos niveles educativos, al menos no primordialmente, su condición de primera potencia mundial, sino a las guerras que desata para vender sus armas y someter a las naciones con abundancia de recursos naturales; al saqueo que practica en todo el Tercer Mundo; a las condiciones de intercambio desigual que, junto a Europa y demás países imperialistas, impone a los mal llamados países en desarrollo, etc.

Es revelador lo que en relación con el asunto que estamos tratando señala un documento intitulado “La educación como factor de desarrollo”, presentado en la V Conferencia Iberoamericana de Educación, realizada en Buenos Aires, Argentina, en septiembre de 1995 (21). En él, se reconoce que “la relación entre educación y desarrollo es compleja y se ve afectada por muchos factores, tanto endógenos como exógenos”. Más importante aún es que, en él, se admita:


“Su importancia [la de la educación] no se ha podido verificar ni medir con exactitud, pero [...] existe un notable grado de acuerdo en resaltar [...] que [...] es condición indispensable, aunque no suficiente, para el desarrollo económico, social y cultural”.


A renglón seguido se lee: “En consecuencia [...] cuando existe una estructura social que permite la movilidad ascendente y un contexto económico favorable, la educación produce un capital humano más rico y variado y reduce las desigualdades sociales, endémicas en los países no desarrollados. Una política educativa puede, por lo tanto, convertirse en fuerza impulsora del desarrollo económico y social cuando forma parte de una política general de desarrollo y cuando ambas son puestas en práctica en un marco nacional e internacional propicio”.


Sin estas premisas, la educación no puede ni podrá jugar un rol preponderante para el desarrollo de las naciones. Otro punto de vista interesante respecto al tema que nos ocupa, es el del catedrático español Francisco Javier Merchán, quien en entrevista brindada a Salvador López Arnal, sostiene que “… los problemas de la educación son problemas que tienen su origen en el tipo de sociedad. Así, si no se superan las diferencias sociales no es fácil superar las diferencias en el rendimiento académico”. E insistiendo en el asunto agrega: “…no debemos caer en el idealismo pedagógico, es decir, en pensar que los problemas tienen solución con tal o cual método de enseñanza. El cambio y la mejora de la educación no están sólo ni fundamentalmente dentro de la escuela”.


Una de las grandes falacias que se pregona a escala internacional por los apologistas del capitalismo se relaciona con el supuesto que atribuye a la inversión privada una vitalidad mucho mayor que a la pública, en cualquier campo al que ella llegue. Ello ocurre por ejemplo, con el sistema educativo estadounidense que, presentándose como modelo non plus ultra, se propone como algo a seguir en todo el mundo. Lo que se omite por completo con esta aseveración, acota Atilio A. Boron “es que, sin excepción, la totalidad de las principales universidades privadas de los Estados Unidos se benefician con extraordinarios subsidios del gobierno federal, y, en menor grado, de los gobiernos estatales y locales”. Resulta así que la educación por sí misma no subsiste en parte alguna y que los recursos privados se alimentan por doquier de los públicos.

Sigamos adelante:

La educación como base de desarrollo social es imposible en un planeta en el que se registran más de 260 millones de niños y niñas que trabajan, de los cuales 128 millones se ubican en el Tercer Mundo. Datos de la OIT acusan que en América Latina y el Caribe existe un total de 20 millones de niños y niñas que trabajan. Significa que en la región uno de cada 5 menores trabaja. Esta cifra equivale a cerca de una sexta parte de los niños latinoamericanos y representa el 5% de la PEA de la región.


Menos posible es aún que la educación juegue el rol que se le atribuye en un mundo en el que, según datos del Banco Mundial, de sus 6000 millones de habitantes, 2800 millones poseen un ingreso inferior a dos dólares diarios. Se sabe que al culminar el 2003, en América Latina y el Caribe había 20 millones de pobres más que en 1997; que, en ella, el 44,4 por ciento de sus pobladores (227 millones) vive debajo de la línea de pobreza.


Con base en lo expresado, es fácil percibir que no hay nada que se parezca a una educación que, por sí misma, actúe como elemento de primer orden para alcanzar el desarrollo social en función de la sociedad en general. Lo planteado coincide con la crítica al eufemismo de la sociedad del conocimiento: “la reproducción y expansión del modelo capitalista neoliberal derrochador, hiperconsumista -escribe Ismael Clark-, parece confirmar más allá de toda duda que bajo sus premisas el conocimiento no se multiplica como un bien público, sino como una fuente de competitividad, de apropiación cada vez más privada, corporativa, al cual sólo puede tener acceso una fracción minoritaria, cada vez más pequeña pero con más solvencia, de la sociedad”.


Hablar de la educación como si en lo esencial de ella dependiera, por sí misma, el desarrollo social, no sólo resulta engañoso, falaz e iluso, sino, además, como ya se expresó más arriba, profundamente reaccionario, por cuanto con ello se aleja a la misma de una auténtica contribución con ese desarrollo; propiamente, del compromiso que debe asumir, si en verdad se pretende que llegue a todas las personas en general, con las luchas sociales y, por tanto, con una revolución social que coloque en manos de la sociedad en su conjunto los medios fundamentales de producción y de vida y, junto con ello, el poder sobre todos los asuntos públicos, incluyendo la educación. Sólo entonces se podrá hablar con propiedad de una educación dotada de todas las posibilidades para dar su máxima contribución al desarrollo social. Cuba es ya una muestra papable de ello. No en vano, José Steinsleger la llama con toda propiedad potencia educativa. ¿Debe asombrarnos que en el Primer Congreso Latinoamericano de Estudiantes de Filosofía, Perú 2008, valientemente se sostenga que “los estudiantes de Filosofía (…) confirman la necesidad de transformar al mundo. La palabra socialismo no se trata como utopía, aquí se lo entiende como un camino en el que hay que ponerse todos a andar, unidos. Explícita e implícitamente y no sin dudas y no sin miedos”?.

III. Educación, propiedad privada y estado opresor


Uno de los temas que más se ignoran en el mundo educativo es el concerniente a la interrelación existente entre educación y estado. Para abordar dicha temática, tomaremos como punto de partida los planteos que José María Moncada tenía al respecto.

Este personaje de la historia nicaragüense, definía a la escuela como “una república infantil en la cual los niños son los ciudadanos”; añadiendo que, al igual que en la república, en ella no se deben hacer diferencias entre ricos y pobres: “No establece el maestro diferencias entre ricos y pobres, humildes o poderosos. A todos juzga por igual cuando cometen faltas o se descuidan en sus lecciones”. Evidentemente, no es justo que un maestro establezca un trato diferenciado entre niños ricos y pobres; sin embargo, decir que no se debe hacer ninguna distinción entre ellos a escala social o individual, equivale a negar las contradicciones entre unos y otros, así como la lucha inevitable que, al llegar a la adultez, entre ellos se entabla. Por lo demás, es indudable que comprendía a la escuela como eslabón esencial para inculcar la conciliación de clases entre los niños.

Según esta concepción, desde la misma escuela se debe suponer la igualdad entre ricos y pobres, pero no a partir de la fortuna, sino del trato que la ley debe brindar a unos y otros a la hora de juzgarlos, con base en su comportamiento respectivo. Estamos, pues, frente al supuesto de la igualdad de todos los hombres ante la ley. Pero no se trata sólo de esa igualdad. A juzgar por lo que escribía el mismo personaje, se trataba también de una igualdad de bienes. Decía que al Estado le compete “proteger [a] las personas y sus bienes, amparando así los derechos de todos”. Estimaba, así, que en la sociedad todos los hombres, sin excepción, poseen bienes, o que dichos bienes son, podemos asumir, comparables entre sí: la casa del rico con la del pobre (sí acaso la tiene); la ropa del primero con la del segundo y así sucesivamente.

Y no exageramos nada cuando sostenemos que el autor del que hablamos planteaba la idea de que todos los hombres son poseedores de bienes. Para más, sostenía que cada individuo nace poseyéndolos; luego, los tiene mientras permanece en la escuela y, de igual forma, ocurre cuando llega a ser adulto, momento en el cual “posee todo lo que con su propio esfuerzo ha adquirido, lo que ha heredado de sus padres o parientes, lo que ha recibido de donación o por compra”. Estamos acá frente a una igualdad abstracta entre los diversos bienes: desde el biberón de la infancia -pasando luego por el tajador y el lápiz del alumno de escuela, y la ropa poseída en todos los tiempos, incluidos los harapos- hasta las grandes posesiones de tierra, almacenes, bancos y grandes fábricas, bienes que, en el capitalismo, se utilizan siempre para explotar el trabajo ajeno, base real del bienestar de pocos.

A propósito de lo que acabamos de ventilar, la derecha -que todo lo enreda adrede- pone de ejemplo hasta una bicicleta como expresión de propiedad privada, que es tal, se dice, si el poseedor de la misma puede intercambiarla, darla como garantía, regalarla o destruirla, si así lo decide. Pero una bicicleta no es propiedad privada, sino propiedad personal o individual, si su uso está desligado de la explotación de mano de obra ajena. Igual ocurre con cosas más complejas como la casa en que se vive y es propia o el vehículo del que pueda disponer un individuo o una familia. Así las cosas, estamos ante una forma de propiedad que no guarda relación alguna con lo que el marxismo llama propiedad privada; por la que entiende, en lo fundamental, la propiedad que se destina a explotar la mano de obra ajena para obtener plusvalía o -si se prefiere- ganancia.

Por ello, en relación con lo que planteaba el autor referido, se sabe que la propiedad que defiende el Estado capitalista es esa que sirve para explotar el trabajo ajeno. Comparar, igualar o identificar esta propiedad con cualquier otro bien poseído de forma particular, tiene como propósito ocultar no tanto la existencia de ricos y pobres, como las causas reales que dividen a la sociedad en unos y otros y, por consiguiente, que de los bienes poseídos no todos pueden servir como medio de explotación y enriquecimiento. Tras bastidores queda, entonces, cómo es que unos cuantos hombres, con poco o sin ningún esfuerzo, acaparan gran cantidad de bienes, en tanto que la mayoría, por ingentes que sean los esfuerzos laborales que despliegue a lo largo de su vida, jamás adquiere nada.

La defensa del orden basado en la explotación del hombre por el hombre

Lo anterior contrasta enormemente con la insistencia de José María Moncada en el supuesto de la igualdad social en el capitalismo; en el de que la justicia en este sistema es para todos y en que a la autoridad compete garantizar la protección del “ciudadano contra cualquier atentado cometido en su persona o en su hacienda”, lo que se señala como los más grandes delitos existentes y, por tanto, como los que se penan con más severidad por la ley.

No podía faltar así el mantenimiento del orden a cualquier costo, que sólo puede funcionar sobre la base de la obediencia de todos los ciudadanos a la ley y, en su defecto, sobre la de la represión contra los que la violenten. La obediencia, afirmaba el autor, comienza en el hogar, donde los padres imponen sus reglas de conducta al niño; continúa luego en la escuela, donde se imponen las reglas del maestro y llega, finalmente, a la República , en la que las reglas emanan del poder público.

Pero, el mismo autor exponía en otra obra que, al aparecer la desigualdad social, el niño se vuelve esclavo, el maestro tirano y las leyes sagradas, divinas y dogmas supremos en manos de sacerdotes y jueces. Luego, en cambio, para él, lo primordial pasó a ser la conservación del orden por medio de la obediencia que se inculca a los hombres desde su niñez o, en ausencia de ella, por medio del castigo a los que atenten, de algún modo, contra su existencia. En pequeña escala, continuaba, el castigo es impuesto por el padre, la madre y los maestros; en gran escala, por el Presidente y los funcionarios del Estado destinados para eso. Y no por casualidad, junto a la vida y el "honor" de las minorías, lo primero a defender es la propiedad. De allí que el maestro ideal sea aquél que se esmera en infundir en sus alumnos un gran respeto por la propiedad que cada uno de ellos posee y “repugnancia invencible”, así sea hacia la sola idea que alguien se apropie de lo ajeno.

¿Cómo anda ahora la defensa del orden capitalista internacional? ¿No son evidentes, acaso, las amenazas contra los líderes políticos y estadistas (revolucionarios o no), movimientos de masas, partidos políticos, gobiernos, países y hasta regiones que, en mayor o menor grado, se desvían de los mandatos imperiales yanqui-europeos o que, simplemente, disponen de riquezas cuyo posesión está dentro de los planes de la civilización occidental? ¿Es falso que en EEUU un manual de geografía de sexto grado sostiene que la Amazonia y Pantanal brasileños son territorios bajo custodia estadounidense y de Naciones Unidas, bajo el argumento que la Amazonia se encuentra “localizada en América del Sur, una de las regiones más pobres del mundo y cercada por países irresponsables, crueles y autoritarios”.

¿Es infundado sostener que el accionar de la Cuarta Flota naval constituye una gravísima amenaza para la región latinoamericana y caribeña y no algo inofensivo como sostiene Shannon, subsecretario de Estado para Asuntos Hemisféricos de EEUU, pese a que la misma está “equipada con portaaviones nucleares con sistema de defensa aérea […] ”.

¿Qué decir del Documento de Santa Fe IV, en el que sus autores, intelectuales orgánicos del complejo militar-industrial de EEUU “aconsejan enterrar las políticas “permisivas” y “liberales” de Bill Clinton” y señalan como “nuevos flagelos”, entre otros, a los chinos, la mafia rusa, el “narcoterrorismo” y, en el continente americano, por ejemplo, al presidente Hugo Chávez Frías, a quien llaman “dictador castrista”? ¿Puede creerse en la inocencia de quienes gobiernan EEUU cuando a través de sus ideólogos afirman que ante la desaparición de la “amenaza soviética”, amén de sus “fuerzas armadas”, se ve comprometida igualmente su propia imagen, añadiendo: “Ahora que se ha superado la amenaza soviética, tenemos que reconstruir la nación. Pero sin ese peligro externo, nos puede faltar la identificación necesaria para salir adelante”.

¿Se puede ignorar que George W. Bush ha amenazado claramente a “más de sesenta rincones oscuros del planeta”? (34) ¿Se deben desconocer las incontables invasiones yanquis a países de América Latina en el siglo XX o, fuera de este ámbito geográfico, por decir algo escueto, el bombardeo atómico contra Hiroshima y Nagasaki (en agosto de 1945), la Guerra contra Corea (1951-1953), Vietnam (1959-1975), Yugoslavia (sometida a destrucción desde 1991 hasta la fecha), Líbano, Palestina, Afganistán e Iraq o las amenazas directas contra Irán, Siria, Venezuela, Cuba y otros territorios del mundo?

¿No es repugnante que haya quienes sugieran la necesidad de analizar las guerras que el imperio yanqui-europeo desata contra el mundo, de forma pretendidamente desapasionada y desde la óptica del Consenso de Copenhague que contempla esas guerras esencialmente como costo-beneficio?

¿Quién, pues, cree, a estas alturas, en la inocencia del sistema capitalista; en su promesa eterna de progreso para todos; en la igualdad y la fraternidad que pregona; en sus programas de ayuda al Tercer Mundo o en su condición civilizada? ¿Será capaz el mundo académico de contribuir a combatir al sistema de esclavitud asalariada?



IV. A propósito de la educación en valores:


Amor y odio como sentimientos inseparables
Por estimarlo muy ilustrativo y sobre todo profundamente reflexivo, iniciamos este apartado, trayendo a colación la forma en que Albert Einstein comprendía la educación:

“No es suficiente enseñar al hombre una especialización. Por este medio se puede convertir en una especie de máquina útil, pero no en una personalidad desarrollada armoniosamente. Es esencial que el estudiante adquiera conocimientos y, además, un sentido vivo de los valores, un sentido vivo de lo bello y de lo moralmente bueno. De otra manera, él -con su conocimiento especializado- se parece más un perro amaestrado que a una persona armónica. Debe aprender a comprender los motivos de los seres humanos, sus ilusiones y sufrimientos, para así asumir su debida relación con los individuos y la comunidad. Estas cosas tan preciosas se transmiten a la generación joven por medio del contacto personal con quienes enseñan y no -al menos principalmente- por medio de los libros de texto. Esto es lo que constituye y preserva la cultura. Esto es lo que tengo presente cuando recomiendo las Humanidades como importantes, más no sólo como seco conocimiento especializado en los campos de la historia y de la filosofía. Poner énfasis en el sistema de prematura especialización en el campo de la utilidad inmediata mata el espíritu, del cual depende toda la vida cultural, en la que se haya incluido el conocimiento especializado mismo”.

Permítasenos, a partir de este pensamiento, exponer nuestra visión acerca de la fusión del odio y el amor en las sociedades divididas en clases antagónicas.
El mundo en que vivimos está cargado de conflictos y antagonismos; explotados y explotadores, ricos y pobres, privilegiados y marginados, invasores e invadidos, saqueadores y saqueados, victimarios y víctimas. Y ello basta o es razón suficiente para admitir que, a la par del amor, junto con él y hasta de la mano con él, existe el odio.


El segundo de estos sentimientos es tan legítimo como el primero. No hablamos del odio visceral o irracional, tan despreciable como el amor profesado falsamente. Por el contrario, hablamos de uno tan sagrado como el amor verdadero: el odio racional que provoca, como el amor, el desborde de energías populares contra la opresión, las mentiras, amenazas, invasiones, ocupaciones; así como contra la ideología del individualismo, la competitividad y el mercado como valores supremos, aún y cuando estas cosas inmundas tengan ropaje científico, académico o espiritual; se enmascaren con la visión “estrictamente” técnica o aparentemente profesional; con supuestos éticos y transparentes; con el pretendido apoyo a los pueblos por parte de los ONG financiados por la CIA y otras agencias semejantes; ya no se diga, con las intervenciones “humanitarias” de la ONU o de la OTAN.


Gustavo Ortiz-Millán, del Instituto de Investigaciones Filosóficas de la Universidad Nacional Autónoma de México, sostiene al respecto de emociones como el odio lo siguiente: “Las emociones son parte de nuestro pensamiento reflexivo porque son razones para actuar y para juzgar tanto como son las creencias, los deseos y las intenciones. De hecho, están entre las razones comunes que tenemos para actuar. Sin ellas, probablemente habría pocas razones para actuar”. Por ello: “más que perturbar la racionalidad, ciertas emociones pueden de hecho ayudarnos a desarrollar formas racionales de pensamiento”.


De esta forma, el amor de los de abajo no actúa separado del odio, sino combinado, bajo una misma estrategia y un mismo objetivo final: la plena realización de las aspiraciones ancestrales de la humanidad en su conjunto. En efecto, el que ama en verdad a la humanidad, a los pueblos, al prójimo en toda su profundidad, odia con todo su ser todo lo que les haga daño, oprima, saquee, engañe, prive de libertad o de bienes, liquide o amenace de muerte. Fidel Castro expresó una vez que los revolucionarios no albergan en su interior odios personales, sino hacia estructuras perversas como las capitalistas.


Expresando diáfanamente su amor por los pobres y su odio hacia los opresores e invasores, Sandino acotó ideas como ésta “¡el pueblo sabe lo que es justicia, y cuando se le niega se la toma!”. Lógico era pues que viera como algo muy natural que quien violara la soberanía de una nación estuviera “expuesto a morir en la forma que haya lugar”, porque “tal es el derecho que le asiste al verdadero patriota al defender su Patria”.


Jesús mismo, preguntémonos: ¿Qué sintió hacia los profanadores del templo al darles de latigazos y al derribar sus mesas, monedas y asientos? Y el Viejo Testamento: ¿No reza acaso en uno de sus salmos que "Yahvé ama a los que odian el mal"? Veámoslo ahora de otro modo: ¿Era amor acaso el que practicó la Inquisición con los que torturó y condenó a la hoguera? ¿Fue amor lo que movió al Vaticano a declararle la guerra a muerte los “impíos” musulmanes? Esa mezcla de amor y odio, ese ímpetu arrollador que ha impulsado e impulsa a los pueblos a enfrentar a sus opresores, a resistirles, a rebelarse en armas contra su dominio; esos procesos que implican enfrentamientos de mayor o menor magnitud entre mayorías y minorías; esa lucha que se extiende más y más por todo el planeta por un mundo mejor; la lucha contra las trasnacionales y sus medios; el repudio a la guerras que éstas desatan contra los pueblos; la batalla de las ideas que impulsan las auténticas fuerzas de izquierda en todo el orbe; la lucha por unir a los pueblos del mundo en proyectos como el del ALBA; el cierre de filas con los procesos libertarios e integradores que hoy se desenvuelven en Cuba, Venezuela, Bolivia, Ecuador, Nicaragua y otros países de América Latina; la lucha de las FARC en Colombia, la resistencia heroica de los pueblos iraquí, afgano y palestino contra las fuerzas interventoras; la del pueblo iraní por mantener su soberanía e integridad territorial y evitar una intervención contra su país; todo esto y mucho más: ¿No es acaso parte integrante de la lucha de clases, lucha que, por cierto, no es ni invento, ni descubrimiento del marxismo, la más clara concepción científica del mundo?


Ciertamente, en este mundo, hoy por hoy, el odio y el amor, por un lado, se excluyen (cuando están en aceras opuestas); por el otro, se incluyen (cuando están a favor de una misma causa). En este caso, hablamos de los más caros anhelos de la humanidad por vivir en un mundo en el que el amor, la solidaridad, la hermandad dominen los corazones de todos los seres humanos y la prédica del amor se vuelva sobrancera por innecesaria. Al respecto, adviértase que es el futuro de la especie humana y no un simple deseo humanista lo que impone la necesidad de luchar con más fuerza que nunca en favor de ello. Fidel advierte al respecto: “O cambia el curso de los acontecimientos o no podría sobrevivir nuestra especie”.