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lunes, 6 de agosto de 2007

EL ESTADO DE DERECHO Y OTROS ENSAYOS SOBRE EL PODER”

Julio Icaza Gallard


Quiero agradecer a la Universidad Politécnica de Nicaragua (UPOLI) y al Centro de Investigaciones y Estudios Latinoamericanos y Caribeños (CIELAC), en especial a su Director, Doctor Guillermo Gómez, la oportunidad que me brindan de presentar este libro, “El Estado de derecho y otros ensayos sobre el poder”. Como explico en su Prólogo, a pesar de que fueron escritos y publicados en diferentes ocasiones y medios, una común preocupación recorre los trabajos reunidos en él: las necesarias y complejas relaciones entre Etica, Política y Derecho. Tres de estos trabajos fueron publicados, con los de otros destacados intelectuales nicaragüenses, bajo los auspicios del CIELAC y de la Fundación Friedrich Ebert.

Las relaciones entre Etica, Política y Derecho convergen en el tema de la necesidad de un nuevo pacto o contrato social. Permítaseme, por su importancia y actualidad, hacer un breve repaso de la forma en que abordo este problema, a través del pensamiento de tres autores de talla universal, que vivieron en tres épocas diferentes: Platón, en la antigüedad; Jean Jaques Rousseau, en la Ilustración; y Norberto Bobbio, en la época contemporánea.

En el origen siempre hay un crimen, un acto de violencia. La guerra de Troya, descrita en toda su crudeza en la “Ilíada”, permanece a lo largo de los tiempos como el símbolo del origen de la política, momento y lugar donde se produce el tránsito del pólemos a la polis, de la guerra a la ciudad; destrucción que es comienzo, reconstrucción y fundación. En el origen siempre está la violencia, como atestigua la Biblia con el relato de Caín y Abel, como atestigua la historia de Roma con la leyenda de Rómulo y Remo.

Hay quienes conciben la política como una lucha entre amigos y enemigos, como hace Carl Schmitt, entendiendo este encuadramiento y categorización en el sentido de amigos y enemigos públicos y no privados. Hay quienes conciben la política como continuación de la guerra por otros medios, invirtiendo los términos de la famosa frase de Clausewitz, y consideran, además, como enemigo personal a todo el que no concuerde públicamente con sus ideas. Para nosotros la política es lo contrario: una lucha permanente por no regresar al estado de violencia original, un arte de los equilibrios de poder y de creación de los mecanismos institucionales capaces de contener esa ley de la gravedad que nos retrotrae constantemente a la guerra, un esfuerzo permanente de construcción de la polis o ciudad, de unidad y convivencia en la pluralidad.

Para explicar el paso de ese estado original de guerra, de lucha de todos contra todos, al estado civil pacífico, se han desarrollado distintas teorías. Platón, en el “Protágoras”, recurre al mito. Habiendo recibido los hombres muchas cosas excepto la sabiduría política, vivían reunidos en ciudades, pero se ultrajaban entre sí y eran incapaces de vivir en paz. Envió entonces Zeus a Hermes a repartir entre los hombres los dos fundamentos de la convivencia, el pudor y la justicia, a fin de que en las ciudades fuese posible la armonía y la amistad. En consecuencia, Zeus ordenó que todo aquél que no fuese capaz de ambas cosas, fuese eliminado, como una peste, de la ciudad.

El pudor es el sentido de vergüenza, el sentimiento de respeto hacia uno mismo y hacia los demás, origen de la moral. El sentido de justicia presupone la capacidad de imaginar al otro, de ponerse en su lugar, y tiene su base en la ley. Una sociedad sin normas morales ni leyes justas es incapaz de gobernarse. Solamente la moral y la justicia hacen posible un gobierno en paz.

Muchos siglos después los llamados filósofos contractualistas (Hobbes, Locke y Rousseau) elaboran la teoría del contrato social, con el fin de dotar de un fundamento racional y moderno al poder del Estado.

Es conocido el “estado de naturaleza” a que se refiere esta teoría, anterior al pacto social que da origen a la autoridad, y que los filósofos citados conceptúan de diferentes maneras. Para Hobbes, en su “Leviatán”, ese estado pre político es de naturaleza caótica, de guerra de todos contra todos; es, propiamente, un estado de anomia y anarquía, donde prevalece el homo homini lupus, el hombre lobo del hombre.

Rousseau concibe ese “estado de naturaleza” original como un paraíso utópico, estado que se rompe al aceptar los hombres la instauración de la propiedad privada y con ella la desigualdad. La desigualdad lleva finalmente a una situación similar de guerra de todos contra todos, que es necesario resolver. Y las posibles soluciones son dos. La primera, formulada en el “Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres”, consiste en un pacto entre los poderosos: los adversarios detienen el combate, se sientan a parlamentar, discuten, ceden parte de sus derechos y llegan a un arreglo, un tipo de asociación política que defiende fundamentalmente sus intereses; un pacto para la dominación que es aceptado pasivamente por los demás. La segunda solución es la que describe en el “Contrato Social”: es un pacto o contrato en el que participan todos, que no persigue defender intereses particulares sino la “voluntad general”. Este último es, además, un contrato moral, porque su fin es garantizar no la dominación sino la libertad. Hay, por tanto, pactos para la dominación, a los que nos tienen acostumbrados nuestros caudillos, y pactos sociales para la libertad y el desarrollo de las naciones, que es la tarea que nuestros políticos y todos los nicaragüenses tenemos pendiente.

Norberto Bobbio, en “El tercero ausente”, aplicando la teoría contractualista al examen de la sociedad internacional, explica con mayor precisión los elementos fundamentales de todo pacto social. Todo pacto o contrato social encierra, realmente, tres pactos o cláusulas. Por el primero se establece un acuerdo de no agresión, en el que todos renuncian al uso y la amenaza del uso de la fuerza. Este pacto, de carácter negativo, es la base para un segundo, de carácter positivo, que se refiere al compromiso de solucionar las controversias por medios pacíficos. Para transitar definitivamente del pólemos a la polis, del estado de guerra o estado de naturaleza, al estado civil pacífico propiamente dicho, es necesario, sin embargo, una tercera cláusula: la del tercero que se encargará de garantizar que se cumplan los dos primeros pactos. Esta es la función que se confía a un poder judicial, encargado de dirimir las controversias que surjan en relación al cumplimiento de los dos primeros pactos, y que conservará el monopolio de la fuerza para hacer uso de ella si fuese necesario.

Es la ausencia de este tercero lo que impide la culminación del tránsito del estado de guerra al estado civil pacífico. Cuando tenemos solamente los dos primeros pactos pero falta el tercero estamos frente a una situación híbrida, un estado “agonista” o agónico, que no es de guerra ni de paz, donde las partes recurren a otro tipo de actores como agentes de buenos oficios, mediadores o árbitros, y donde ellas hacen uso de todos los recursos a mano, desde la fuerza en las calles a los aliados internos y externos, sean éstos la Iglesia católica o la Embajada norteamericana, para obtener el resultado final más favorable. El término agonista debemos verlo de forma literal, referido a agonía, a aquellos silencios y convulsiones, parálisis y taquicardias, que caracterizan a un paciente entre la vida y la muerte. Agonía y crisis que describe con bastante crudeza, pero no poca exactitud, la larga transición que dura ya tres lustros, y pareciera querer extenderse indefinidamente en nuestro país, de la guerra y la falta de libertades a la paz y la democracia.

La crisis permanente que envuelve a la Corte Suprema de Justicia y todo el sistema judicial que depende de sus magistrados, producto de la repartición de las instituciones entre los dos partidos mayoritarios y la introducción en ellas de la óptica partidista, con el consecuente deterioro de la independencia y legitimidad de ese poder del Estado, afecta a todo el cuerpo social y político de la nación nicaragüense. Ese control político de una institución tan importante como la justicia lleva a la aparición de una “criptojusticia”, es decir, de una justicia que se decide fuera de los códigos y de los tribunales.

Mucho se ha hablado de la necesidad de un nuevo pacto social pero, desde la óptica que venimos examinando, Nicaragua necesita culminar el que ha venido configurándose de 1990 a esta parte, con los acuerdos de paz y la realización de elecciones libres, permitiendo la conformación de un Poder Judicial y de una institucionalidad independiente. Solamente de esta manera vamos a superar el estado de agonía, que se prolonga ya por tres lustros, y entrar en la etapa de una sociedad civil y pacífica.

El diálogo necesario entre la política y todas las ramas del saber, particularmente con la filosofía y la ética, no puede excluir a la poesía, sobre todo en un país como el nuestro, con una extraordinaria tradición poética. ¿Cuál es el papel de la poesía en una sociedad democrática? Permítaseme aprovechar esta oportunidad para añadir algunas consideraciones sobre la necesidad de ese diálogo, indispensable para culturizar y dignificar la política y hacer de ella una actividad creadora.

El argumento de fondo usado por Platón para prohibir en su República la poesía es la supuesta oposición entre poesía, razón y verdad. Según Platón, la poesía es placer y dolor, risa y melancolía, algo que, al avivar las pasiones, hace viciosos y desgraciados a los hombres. La “musa voluptuosa” –como la llama-, corrompe el espíritu de las personas discretas, hace que placer y dolor llenen el lugar que las leyes y la razón deben ocupar en el sistema político.

La expulsión de los poetas lejos de significar la inexistencia de relaciones entre poesía y política, como si se tratase de dos mundos completamente aparte, nos delata la preocupación platónica por dos actividades humanas profundamente vinculadas. En efecto, tan estrecha es la relación que, al pensar de Platón, las reglas de la poesía y de la música “no pueden tocarse sin conmover los fundamentos del Gobierno”, por lo que cualquier innovación en este campo debe ser vista como una grave amenaza a la estabilidad del orden político.

La República platónica es, como ha demostrado Popper, un vasto edificio totalitario, en donde el poeta es considerado un elemento subversivo, introductor de la innovación y del desorden, cultivador de las pasiones y de todas esas zonas inferiores del alma, diferentes de la razón.

Con la modernidad, Occidente desarrolla dos tipos de razón: una razón instrumental, sinónimo de conquista y dominación, y una razón humanizante, al servicio de la liberación del hombre y la sociedad. Esta última razón es la que ha hecho posible la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano y la institucionalización de la democracia a través del Estado de Derecho. La otra razón, la instrumental, es la de la cosificación y la alienación, la razón despótica, que ha tenido sus manifestaciones extremas en los totalitarismos de derecha e izquierda, las guerras mundiales y explosiones atómicas que aterrorizaron el Siglo XX; es la razón que devasta y contamina la tierra, guiada exclusivamente por el cálculo y la maximización de beneficios. Es esta última razón la que ha quedado “enredada en las sombras”, como dice María Zambrano, la razón dominante y excluyente.

La poesía moderna, desde el romanticismo, el simbolismo y el modernismo, hasta la vanguardia y el surrealismo, en alianza con la filosofía, es parte activa del enfrentamiento o rebelión contra esa razón “desvinculada”. No cabe historiar aquí la relación, convulsa y trágica, de amor-odio, entre la poesía moderna y la revolución, entre arte y política, a partir de la edad Ilustrada. Octavio Paz nos ha legado brillantes reflexiones sobre el tema y, como observa, en el origen de esa contradicción está la oposición entre el tiempo que nos revela la poesía moderna y el tiempo lineal, histórico, contradicción que llevó a la expulsión de los poetas de la República: la condena al ostracismo, el exilio, el silencio, la persecución, el asesinato y los campos de exterminio. Poesía y revolución fracasan al tratar de encarnar en la historia. “Nacidos casi al mismo tiempo –dice Paz- el pensamiento poético moderno y el movimiento revolucionario se encuentran, al cabo de un siglo y medio de querellas y alianzas efímeras, frente al mismo paisaje: un espacio henchido de objetos pero deshabitado de futuro”. El fracaso de la revolución y la poesía por encarnar en la historia -como advierte el poeta- es nuestro fracaso. Es difícil predecir qué pasará con la poesía y con la política, pero lejos de desaparecer ambas habrán de encontrar nuevas formas de manifestarse. La democracia moderna, la democracia que parece hoy imponerse de manera universal, no persigue ni encarcela a los poetas pero es sorda a la verdad que encierran sus voces. Ante una poesía que parece haberse convertido en oficio de catacumbas y materia de iniciados y una política que ha devenido en asunto de expertos, profesionales, burócratas y economistas, el diálogo entre ambas es una necesidad, una apuesta necesaria…

La poesía es rebelión; rebelión contra la realidad chata y obtusa, contra el tiempo prosódico, contra el hastío; rebelión contra la mentira, que es el oro gastado y falsificado de la moneda corriente del lenguaje; rebelión contra un orden acomodaticio e injusto, rebelión contra la aceptación somnolienta y la indiferencia. La poesía moderna es ironía, descreimiento, disolución, crítica apasionada. Disuelve y corroe las imágenes gastadas, “desimagina para mejor reimaginar” -como dice Bachelard. Esta es la función que Mallarmé, en su famoso poema a la tumba de Edgar Allan Poe, asignaba a los poetas: “hacer más puras las palabras de la tribu”. La poesía es la gran igualadora: despoja al caudillo, al gobernante, de sus uniformes y medallas y al hacernos a todos iguales nos devuelve nuestra condición de personas, nos devuelve la piedad y, con ella, el alma. La poesía es absolutamente necesaria para dar un sentido auténticamente humano a una democracia y rescatar a la política, convertida en una actividad desalmada.

José Martí, cuando da a conocer por primera vez a los hispanoamericanos, en las páginas de “El Partido Liberal”, al viejo Walt Whitman, se preguntaba: “¿Quién es el ignorante que mantiene que la poesía no es indispensable a los pueblos?” Y añadía: “Hay gentes de tan corta vista mental, que creen que toda la fruta se acaba en la cáscara. La poesía, que congrega o disgrega, que fortifica o angustia, que apuntala o derriba las almas, que da o quita a los hombre la fe y el aliento, es más necesaria a los pueblos que la industria misma, pues ésta les proporciona el modo de subsistir, mientras que aquélla les da el deseo y la fuerza de la vida. ¿Adónde irá un pueblo de hombres que hayan perdido el hábito de pensar con fe en la significación y alcance de sus actos?... La libertad es la religión definitiva. Y la poesía de la libertad el culto nuevo. Ella aquieta y hermosea lo presente, deduce e ilumina lo futuro, y explica el propósito inefable y seductora bondad del universo.”

Pero la poesía no sólo nos devuelve la fe y el candor, la capacidad de indignarnos. Platón consideraba que los poetas eran “una cosa alada, ligera y sagrada” y nuestro gran Rubén les llama “¡Torres de Dios! ¡Pararrayos celestes! Rompeolas de las eternidades”. El poeta es el humanizador del ápeiron, quien hace habitable el infinito y lo indeterminado. El arte es una batalla con lo inefable, una victoria de la conciencia sobre el caos, lucha cuerpo a cuerpo con la oscuridad. Por eso Alfonso Reyes compara la labor del poeta al combate de Jacob con el ángel, de donde nace el nombre de Israel. La situación del político no es muy diferente, obligado como está a desplegar un esfuerzo creador que supere la amenaza latente de la guerra y las fuerzas disolventes de la sociedad.

La falta de imaginación no sólo nos ha hecho torpes para el diálogo y la justicia, incapaces de situarnos en el lugar del otro, sino que nos ha llevado a copiar modelos infuncionales, ajenos a nuestras realidades. Un Estado –decía Ortega y Gasset–, comienza por ser una obra de imaginación absoluta, "un pueblo es capaz de Estado en la medida en que sepa imaginar"; y ha sido por falta de imaginación política que hemos fracasado una y otra vez en dotarnos de instituciones a la medida de nuestras necesidades. Nuestros políticos tienen el deber de culminar la tarea iniciada por nuestros poetas, los verdaderos constructores de nuestra nacionalidad, quienes nos han dado palabra y rostro ante el mundo, y, a partir de esa identidad, proyectar el futuro que anhelamos y congregar las fuerzas en pos de su realización .


El Dr. Julio Icaza Gallard es abogado

Tomado de Paideia Latina del CIELAC

cielac@upoli.edu.ni